El padre prior le ordenó a San Virila que ya no anduviera por ahí haciendo milagros.
-Yo no los hago -respondió el frailecito-. Se me salen.
-Pues detenlos -le dijo el superior.
Al día siguiente iba pasando San Virila frente a la catedral en construcción cuando oyó un grito. Sucedió que un obrero que trabajaba en lo alto de la aguja perdió pisada y se precipitó al vacío. Seguramente iba a perder la vida. San Virila hizo un movimiento con su mano y el hombre quedó suspendido en el aire.
-Espera un poco, hermano -le indicó el santo-. Voy a pedirle permiso al padre prior de traerte al suelo.
El prior autorizó el milagro, y San Virila hizo que el trabajador descendiera suavemente hasta llegar sano y salvo al piso.
-¡Gracias! ¡Gracias! -clamó el obrero echándose de rodillas ante su salvador.
-Vaya -le dijo San Virila-. Tú acabas de hacer un prodigio más grande que el mío. Hiciste el raro milagro