Era hombre humilde, y por lo tanto sabio.
Miguel Agustín Perales Balderas. Hizo de su vida un continuo homenaje a la palabra. En el principio era el Verbo, y ese Verbo, y el verbo, fueron su devoción hasta el final.
Fue no sólo maestro, sino también maestro de maestros. Conocía a fondo el griego y el latín, lenguas que algunos dicen muertas y que son en verdad las más vivas de todas. No daba a ver su sabiduría, pero se le escapaba. A pesar de su tímida reserva tenía ocurrencias súbitas. Hace muchos años, en conversación con él y otros amigos buenos, declaré mi indignación, pues había leído un libro cuyo ultramontano autor manifestaba que los masones tenían ritos diabólicos en los cuales se comían a los niños. Preguntó él con inocencia simulada: "¿Y no se los comen?".
Miguel Agustín. "Agamenón", lo llamaban con admirativo afecto sus alumnos del Ateneo Fuente. Aludían lo mismo a su procerosa estatura y corpulencia que a su devoción por la cultura clásica. Nos hará falta. Con él se fueron lo mismo el hombre de sabiduría que el hombre de bondad.
¡Hasta mañana!...