La tarde se hunde lentamente en las aguas del Guadalquivir. El caballero sevillano, lleno de años y por tanto de recuerdos, evoca a las mujeres que no tuvo en sus brazos. En ellas piensa más que en aquéllas que en sus brazos tuvo.
La doncella rubia de cuerpo fino y azulados ojos que una noche le dijo: "Quiero saber a qué saben tus besos". No la besó. Eso lo habría conducido a quitarle la inocencia, y la edad había puesto en él un enojoso estorbo: la conciencia.
Aquella hermosa dama dueña de apetecibles senos que realzaba con prendas que los ceñían. Pudo haber gozado esos encantos. Pudo haberla gozado a ella, pues se le ofreció, propicia. Lo detuvo, sin embargo, un escrúpulo: la mujer era esposa de un pariente suyo.
En su sillón frailero Don Juan contempla el ocaso de la tarde y el de su vida y piensa: "¡Ah, cuántas inconsciencias me hizo cometer la conciencia!".