El pasado está presente. La presidenta Claudia Sheinbaum se muestra más ejecutiva y concreta, menos dada a la diatriba sin motivo, la narrativa épica y la confrontación banal. Actitud digna de reconocimiento. Empero, algunas prácticas, costumbres, compromisos y asuntos del pasado empañan su actuación presente y, sobre todo, el futuro de su gestión.
A once días de iniciado su mandato, el señalamiento el anterior puede parecer injusto o desmesurado. Sin embargo, la fuerza y el respaldo con que la jefa del Ejecutivo accedió al poder; la asunción de la continuidad como bandera; la generación de nuevas expectativas; la ingente necesidad de aliviar o solucionar problemas; y la ríspida atmósfera política dejada por su antecesor, acortan el periodo de gracia, la luna de miel que se concede a quien llega a la presidencia de la República.
La muy breve pausa marcada por el relevo en la principal posición de mando político del país se desaprovechó, tanto por quienes se encuentran en el poder como fuera de él. No hubo respiro ni reflexión sobre los términos de la relación política.
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Andrés Manuel López Obrador reconoció la relevancia de la velocidad y el tiempo en la política, sobre todo, al pretender un cambio de régimen. Advirtió el valor de esos factores, pero no supo o quiso administrarlos.
Muchos de los tropiezos de su administración fueron producto, desde luego, de las zancadillas puestas por la oposición partidista y la resistencia civil a su proyecto. Sí, pero también de errores propios. De confundir prisa con velocidad; tramitar con desaseo iniciativas legislativas de reforma; desmantelar estructuras o instituciones sin pulir el diseño de las nuevas ni asegurar su funcionalidad; ignorar jerarquía, prioridad y ritmo en la operación de los cambios a realizar; y desbocarse al término del mandato con tal de trascender.
Sobran ejemplos de cómo el descuido de esos ingredientes o, de plano, la comisión de errores dificultó su plan, sin nunca dar oportunidad a la rectificación. Aplicó una máxima bastante socorrida no sólo en el campo político, sino también en el empresarial que a veces funciona y a veces no: las cosas hay que hacerlas a como dé lugar, aunque al principio salgan mal, esperando corregirlas después.
Hoy, de nuevo se está ante el riesgo --por no decir, peligro-- de tropezar con las mismas piedras. El vértigo, no la velocidad, gobierna el ritmo de la acción oficial. A todas las políticas y programas se les otorga la misma importancia sin establecer jerarquía, prioridad y viabilidad. La falta de pulcritud en el tratamiento legislativo --procedimental o sustancial-- de las iniciativas de reforma abre la puerta a los efectos secundarios indeseables y profundiza la incertidumbre en torno a la vigencia del Estado de derecho.
Es posible, desde luego, que la acción política vertiginosa y la movilización social sin reposo sean no un estilo personal de gobernar de la nueva mandataria, pero sí una costumbre del ejercicio del poder adoptada por Morena a fin de obtener ventajas, pese al ajetreo y los sacudimientos. Tal modo de proceder se entendía en Andrés Manuel López Obrador porque su actuación partía de un desarrollado instinto político, en Claudia Sheinbaum es difícil de comprender esa conducta porque, conforme a su propio dicho, ella parte de la ciencia y la academia, el método y el rigor, así como de un compromiso político y social.
Como quiera y al margen de estilos o costumbres, la forma de actuar del nuevo gobierno lo está sometiendo a un desgaste prematuro, reduciendo el margen del beneficio de la duda y restándole confianza no ante su base, pero sí ante los factores reales de poder que, a querer o no, cuentan.
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La circunstancia de la presidenta de la República no es nada sencilla.
Sabe de la importancia de imprimirle velocidad a su acción y de intentar fijar su propia agenda, pero también de la cautela necesaria para atender los últimos deseos de su antecesor sin desportillar la imagen que aquel construyó de sí mismo como adalid de la llamada Cuarta Transformación, icono cuyos leales ciegos veneran y guardan con miedo y admiración.
Sabe eso, como también que los operadores parlamentarios responden a su propio interés y no al de ella porque están ahí --absurdo de los términos del concurso por la candidatura presidencial que ganó Claudia Sheinbaum-- por haber sido derrotados. Sabe de la nulidad de la oposición partidista y, por lo mismo, de la imposibilidad de apoyarse en ella en busca de equilibrio, así como del peso y la fuerza de los factores reales de poder que miran con lupa cada uno de sus movimientos para determinar cómo reaccionar. Y sabe igualmente de un contrasentido: si la instrumentación de los últimos lances de Andrés Manuel López Obrador prospera y fructifica, el mérito se acreditará a aquel; por el contrario, si la implementación fracasa, se tendrá como un error de ella.
De ahí la importancia de no tropezarse con las mismas piedras que, por la prisa, el antecesor ignoró hasta darse con ellas. De destacar, diferenciar y priorizar en serio aquellas políticas o programas, donde la mandataria quiera estampar su sello. De llamar a capítulo a las y los gobernadores de Morena que han dado muestra cabal de negligencia e ineptitud, en vez de manifestarles apoyo incondicional que convierten en certificado de pusilanimidad o impunidad. De calcular con rigor los recursos para no ir a patinar a la hora de rendir cuentas de las viejas y las nuevas expectativas generadas. De evitar que los colaboradores sean presa de la adulación o la obediencia.
La circunstancia no es sencilla y es preciso remontarla rápido, pero con pies de plomo.
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El pasado está presente y, aun así, es fundamental mirar hacia adelante.
La situación del gobierno no es fácil. El pasado está presente y le genera un desgaste prematuro, siendo que su periodo de gracia es corto. Aun así, es preciso mirar el futuro.