Las noticias internacionales resultan cada día más agobiantes. La incertidumbre crece, cunde la impotencia, en medio de protestas sobre el curso de los asuntos mundiales, ante la que se cree una sucesión de eventos desafortunados. Leemos preocupados como si fueran una serie de sucesos y acontecimientos funestos, ajenos, inconexos; una secuencia imparable de situaciones de crisis, conflictos y guerras devastadoras que podrían detenerse al ocurrir en un tiempo lineal, acelerado por las telecomunicaciones, como crisis que impactan de manera grave y acumulativa a la humanidad y al planeta, desconectada la una del otro. Cuando más bien se trata de un conjunto de muy diversos y complejos procesos sistémicos interrelacionados, como el medio ambiente, el transporte y las comunicaciones, la gobernanza y la seguridad internacionales, las energías, la salud y los alimentos, los cuales están teniendo lugar en un espacio tiempo diacrónico, sin precedente, conformado por innumerables interrelaciones, diversos cambios y confrontaciones en el escenario internacional, bajo el impulso de una cada vez mayor y más profunda desigualdad social, injusticia climática y laboral, y, sobre todo, de una vertiginosa revolución tecnológica.
Las desastrosas crisis políticas y económicas, las dificultades de la economía política global están cada vez más entremezcladas, como las calamidades del hambre y la pobreza, los huracanes, y las inundaciones devastadoras y letales debido al calentamiento global provocado por las actividades humanas, en paralelo con un continuo agravamiento de los antagonismos políticos, conflictos internos y guerras internacionales, incluyendo graves amenazas a la seguridad internacional y humana. Todo ello, como si fueran normales, secuenciales, la ingobernabilidad, la emergencia climática y las confrontaciones geopolíticas. Apenas si advertimos que nuestro mundo atraviesa por múltiples, simultáneas y complejas crisis, cuyo conjunto no solamente amenazan la convivencia internacional, sino que empeoran, agudizan vulnerabilidades y ponen en riesgo la existencia y sobrevivencia mismas de la civilización humana, junto con la de las otras especies. En 50 años hemos desaparecido el 73% de ellas.
Al hablar de una policrisis global, intentamos designar con este neologismo, los actuales desequilibrios sincrónicos, por ejemplo, entre la pandemia, la prolongada crisis económica mundial, la transición energética notoriamente insuficiente, desordenada e injusta, la irrupción de los nacionalismos autoritarios, la polarización ideológica y la violencia crecientes, los desafíos a la hegemonía estadounidense, el ascenso y desafío de China, las guerras de Rusia en Ucrania y de Israel en Medio Oriente, junto con el declive de la cooperación internacional para el desarrollo, entre otros. Hay complejas interacciones causales entre esos múltiples desequilibrios que confluyen. El término apunta -intuitivamente- a tratar de comprender y resolver el predicamento, sin precedente, en el que está inmersa la humanidad, apuntando en dirección no sólo de las partes, a las crisis financieras, inflacionarias, migratorias o de valores, sino al conjunto en el que concurren confusiones, mentiras y desinformaciones abiertas. Desglobalizados, vivimos crisis persistentes, no cíclicas.
La actual policrisis se cifra en el excesivo consumo humano de recursos naturales limitados y la consecuente contaminación de la tierra, los mares, los ríos y los cielos, que están empujando a los ecosistemas más allá de un equilibrio previo, sustentable. Habiendo cruzado varios puntos de inflexión, la humanidad parece haber perdido el control. Para empezar, estamos batallando para formar una coalición amplia para hacer la paz con la naturaleza, habiendo una crisis global del agua, y, consecuentemente, de los bosques. La biodiversidad, los océanos, las selvas, los humedales y los árboles están amenazados. Tomará más de un siglo erradicar la pobreza, cuando la riqueza del mundo está en manos del uno por ciento de la población mundial y el 44% de ella vive hoy por debajo de la línea de pobreza, con menos de 7 dólares diarios. Una de cada 11 personas en el mundo sufre hambre. La población mundial llegará a 10.3 billones de personas en 2080. Urge transformar los sistemas de consumo de energía, de alimentos, de inclusión financiera, sobre todo después de 2020 cuando comenzaron a aumentar los precios internacionales de los alimentos y los energéticos. Más nos vale transitar, sin demora alguna, a una economía verde, circular y azul.
En el desconcierto internacional las perspectivas son preocupantes. El crecimiento económico mundial de un 3.2% es y será insuficiente. El armamentismo y el proteccionismo están de vuelta; la proyección de la inflación a nivel global es ascendente para 2025 y 2026. Las disrupciones en las cadenas de valor y suministro, combinadas con las fuertes presiones por la demanda creciente tras la pandemia, seguidas por las alzas en las materias primas se entrecruzan con el cambio climático, las tensiones geopolíticas, las guerras y la incertidumbre política. Todo ello cuando cerca de la mitad de las naciones han ido o irán este año a las urnas.
El mundo ya no se limita a nuestras familias y vecinos, a nuestros compañeros de trabajo y aquellos con quienes interactuamos directa o indirectamente, sino que, en cambio, cada vez más lo que hacemos está siendo impulsado por un conjunto extremadamente complejo de dispositivos sociales, algoritmos, capacidades de comunicación y desarrollos tecnológicos entrelazados que hemos creado y usado, pero cuyas implicaciones, alcances y efectos pareciéramos no haber aquilatado. La digitalización global no es etérea, la avasalladora revolución tecnológica, con la inteligencia artificial a la vanguardia, la computación cuántica y la robótica tienen altos costos. Desde finales de 2023, el 78% de la población mundial de 10 años en adelante tenía ya un teléfono celular. Las formas de vivir, trabajar y comunicarnos cambiaron.
@JAlvarezFuentes