¿Quién era el amante de Janis Joplin?
Reelaboración de la historia bíblica de David y Goliat, El amante de Janis Joplin (Tusquets, 2001) es la segunda novela de Élmer Mendoza. En ella, el maestro sinaloense expone con ritmo de thriller los vicios del sistema de procuración de justicia en México. A partir de un triángulo de personajes: un narcotraficante (El Cholo), un guerrillero (El Chato) y un inocente con un insólito talento como pitcher (David Valenzuela), Mendoza nos recuerda que, si bien los hechos aparecen en los reportes y expedientes como números y datos fríos, estos son producto de las obsesiones, debilidades, filias y fobias de los seres humanos.
Hace veinticinco años, con la publicación de Un asesino solitario (Tusquets, 1999), Mendoza abrió un boquete por el que entraron vientos de renovación en nuestras letras. El libro es innovador no sólo porque retoma el asesinato de Luis Donaldo Colosio para reelaborarlo en clave de ficción, también lo es por la forma en que ese tema aparece expuesto: con un habla marcada por giros norteños. Así, Élmer Mendoza se ganó un sitio destacado en nuestra literatura. Hoy su obra comprende trece novelas, incluidas las seis protagonizadas por Édgar ‘El Zurdo’ Mendieta. Menos publicitados, aunque no menos importantes, son sus antecedentes como dramaturgo, cronista y como profesor de Literatura, además de sus iniciativas para promover talleres literarios en centros culturales, colonias periféricas y centros de reinserción social.
Pero volvamos a El amante de Janis Joplin. Ambientada en el noroeste del país durante los años setenta del siglo XX, a lo largo de esta novela vemos cómo el factor más corrupto del país no son los guerrilleros radicales (que en ocasiones fueron jóvenes idealistas), ni los campesinos que cultivan mariguana o amapola (lo que en ciertos ámbitos es percibido como la única vía para escapar de la pobreza), sino los policías y otros miembros del complejo engranaje de procuración de justicia.
Con prosa ágil, que cambia de voz narrativa hasta tres veces en un solo párrafo, la novela traza una maqueta de la sociedad mexicana de los años setenta: dotado desde la cuna con un brazo de oro por su poder y su puntería perfecta, David Valenzuela debe huir de su pueblo, en la sierra de Sinaloa, tras matar de una certera pedrada al hijo del capo local en una riña. Comienza así un viaje que le llevará hacia el norte, en concreto a Los Ángeles, ciudad en donde conoce a Janis Joplin y en donde estará a punto de firmar con los Dodgers.
Pero Valenzuela es inocente, y es bien sabido que los inocentes son aún más susceptibles de caer en los afilados engranajes de la policía: “desde que me acuerdo, la justicia y los golpes han ido juntos”, reza una frase del libro. Así, en esta novela no existe un solo personaje que busque, como tal, la justicia. María, la prima de David, es una joven estudiante de leyes que aparece retratada como ingenua porque cree en el estado de Derecho, aunque las circunstancias la llevan a darse cuenta de que en México la ley es letra muerta.
“La oralidad es un territorio espinoso”, sentenció Élmer Mendoza la noche en que ingresó en la Academia Mexicana de la Lengua, en abril de 2012. En el plano de la forma, el gran hallazgo del maestro para El amante de Janis Joplin es el monólogo que Valenzuela sostiene con su karma o su “parte reencarnable”, conversación que se mantiene a lo largo de toda la novela: una conciencia que encarna dilemas éticos de la época. En ese punto, esta historia se inscribe como la heredera de técnicas narrativas usadas por William Faulkner en El ruido y la furia, y por Juan Rulfo en Macario.
A veintitrés años de su publicación, El amante de Janis Joplin es una novela que mantiene intacta su vigencia porque nos permite comprender ciertos procesos sociales en la historia reciente de nuestro país, pero también porque de su andamiaje formal se desprenden valiosas lecciones sobre el arte de narrar.