ÁTICO
Al presidente parecen no preocuparle los riesgos en que a diario incurre su gobierno al intervenir en los procesos electorales.
El gran éxito en materia político-electoral de las pasadas décadas fue crear condiciones de competencia para que hubiera certidumbre sobre los procesos de elección de quienes nos gobernarían. Las dos autoridades electorales (el INE y el Tribunal Electoral) nacieron para evitar que persistieran las prácticas fraudulentas en materia electoral que se exacerbaron en la década de los ochenta. La consolidación de esas dos entidades no fue un logro pequeño y gracias a ello el país ha experimentado alternancia de partidos en todos los niveles de gobierno. Hoy, a la luz de las obvias violaciones tanto a la letra como al espíritu de la legislación electoral por parte del presidente, la pregunta es si aguantará el proceso de aquí al 2 de junio y, especialmente, después.
La clave del arreglo electoral que suscribieron los tres partidos relevantes en aquel momento (PAN, PRI y PRD) fue que hubiera condiciones de equidad para la competencia electoral, cero interferencia por parte de las autoridades del momento y certeza sobre el proceso, pero no sobre el resultado, la esencia del primer escalón de la democracia: elecciones limpias, piso parejo y aceptación del resultado.
El actuar del presidente atenta contra los tres elementos: primero, al intentar mangonear al INE, algo inusitado desde la reforma de 1996. En segundo lugar, el activismo y proselitismo del presidente sesga la contienda, introduciendo un evidente elemento de inequidad. Finalmente, el mensaje de que sólo el triunfo de Morena sería aceptable y legítimo atenta contra la esencia del llamado juego democrático.
El asunto no radica sólo en el deseo de AMLO y su cohorte de aferrarse al poder, sino que se remite a la elección de 2006 y, en realidad, a la emblemática reforma de 1996. En aquel momento, el PRD, del cual se deriva la mayor parte de Morena, votó por la reforma constitucional, pero se negó a votar a favor de la ley reglamentaria; aunque el liderazgo del PRD de entonces logró un consenso interno respecto al principio democrático general, ya desde entonces había un contingente importante dentro de ese partido (esencialmente quienes eventualmente migraron a Morena) que abrigaba una reticencia respecto a la democracia. Es decir, desde entonces existían las condiciones que llevaron al desconocimiento del resultado de la elección de 2006. Para ese contingente, el país, o la ciudadanía, tenía una deuda histórica con el PRD, razón suficiente para que se le reconociera su (supuesta) victoria. No hay razón para pensar que esa misma lógica haya variado: o sea, para el presidente y sus huestes, el triunfo en 2024 es un derecho y no una posibilidad o un deseo.
Mientras que el PRD que sobrevivió con ese nombre acepta las reglas de la competencia democrática, quienes se mudaron a Morena sólo aceptan esas reglas cuando les favorecen. Lo que esto nos dice es que hay una fuerte corriente de pensamiento dentro de esa izquierda que sigue operando bajo el principio revolucionario de que el poder se logra a cualquier precio y, una vez ahí, se preserva sin miramiento. Las acciones que ha emprendido el presidente a lo largo de su sexenio y que ahora pretende convertir en ley, mucho de ello a nivel constitucional, no son otra cosa sino el intento por consolidar el control del poder político de manera permanente.
El grupo que actualmente gobierna pasó dieciocho años buscando el poder, doce de los cuales dedicó a explotar su visión de que habían sido víctimas de un fraude en 2006 y 2012 (y, suponían, lo serían en 2018). Esa creencia les lleva a justificar su rechazo a cualquier regla o ley: para ellos, comenzando por el presidente, las reglas del juego (Constitución, leyes y reglamentos) no se aplican a ellos y siempre son moldeables para lograr sus objetivos.
Aun cuando la historia sugería que un gobierno, de cualquier color, se abocaría a promover el desarrollo económico (cada uno con sus sesgos y preferencias político-ideológicas), el actual se ha distinguido por su consciente decisión de abandonar cualquier pretensión de promoción económica porque su único objetivo es y ha sido el poder. Se puede conjeturar que esa es una prerrogativa del gobierno en turno, pero el actual se ha beneficiado de las reformas de las pasadas décadas que llevaron a la consolidación de un extraordinario sector exportador cuyos ingresos de divisas, en conjunto con las remesas, le han conferido una excepcional estabilidad económica al país y al tipo de cambio. Lo que no es claro es qué le dejará a su sucesora.
El país ha aguantado abusos, polarización, inseguridad y endeudamiento, todo lo cual implica enormes riesgos para su sucesora, quien sea que ésta sea. Seguir entrometiéndose en el proceso electoral augura riesgos políticos crecientes que, combinados con toda la sarta de conflictos y déficits acumulados (economía, polarización, Estados Unidos, etc.), podrían poner en entredicho no sólo la certidumbre económica, sino incluso provocar algo que el México de los últimos cien años no ha conocido: inestabilidad y violencia políticas.
No es claro cuándo vendrá el momento en que las consecuencias de lo hecho (y lo no hecho) se tornen evidentes, pero no hay duda que se llevarán al próximo gobierno de corbata y, por supuesto, a todos los mexicanos. Gran legado...