Los luthiers lo saben, todos los instrumentos tienen alma. No está constituida por quienes los tocan o poseen, sino que ellos tienen la suya propia. En general los instrumentos de arco como el violín y el contrabajo se vuelven longevos, se van enriqueciendo y en la medida que son tocados, el sonido mejora, se vuelve más intenso.
Los antiguos son los que suelen hacer historia, están signados por su delicadez, por el porte aristocrático. Sus moléculas han vibrado, se han agitado durante mucho tiempo y por eso sus poros están abiertos, receptivos, enteramente vivos. Han sido tallados, encajados y encolados por manos sutiles. El abeto alpino, el arce balcánico o el ébano se han convertido en mucho más que madera. No existen dos trozos iguales, ni siquiera del mismo árbol, por lo que es imposible reproducir perfectamente el mismo carácter en dos instrumentos. Los Stradivarius que hay en el Palacio Real de Madrid -dos violines, dos chelos y una viola- son retirados de sus vitrinas regularmente para que los toquen músicos profesionales, evitando así que se entumezcan y atrofien sus músculos. El piano envejece mal. Su mecanismo se deteriora y conviene reemplazarlo. En cambio, al violín se le rompen las cuerdas, se le deteriora el clavijero o el puente, pero si se cuida la caja de resonancia, puede durar siglos. Y sobre todo, será mejor mientras más esté expuesto a su destino: ser un artífice.
Luego de un concierto del gran violinista lituano Jascha Heifetz, se acercó un admirador a su camarín para decirle que le había parecido prodigioso el sonido del violín Stradivarius con el que había tocado, tanto que lo había conmovido hasta las lágrimas. El músico se inclinó hacia el violín que reposaba en la silla y luego de escucharlo durante algunos segundos le dijo: "Pues yo no oigo nada".
Así el hombre que permanece en estado potencial, sin vibrar, sin someterse a su propia intensidad, será como un violín sobre una silla, silencioso. Mientras más se exprese, mejor brotará su singularidad y su belleza.
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