El sultán Murad IV, ni bien arribó al poder implementó la ley del fratricidio, una tradición del imperio otomano que consistía en estrangular a todos los posibles herederos para evitar conspiraciones. Una forma un tanto cruenta y taxativa de defenderse.
Además, prohibió el tabaco, el alcohol y el café. Ordenó la ejecución de todo aquel que osara fumar en cualquier lugar sobre la tierra bajo su soberanía. Incluso, por las noches recorría las tabernas disfrazado, para verificar que su prohibición se cumpliera.
En cierta ocasión, un hombre fue denunciado por un vecino por construir un sótano para poder fumar. Al arrestarlo, esgrimió en su defensa que la prohibición sólo regía sobre la tierra y no debajo. El sultán, fascinado con la respuesta ingeniosa, le perdonó la vida.
La concentración de poder absoluto produce un efecto peculiar, insufla la omnipotencia de los hombres y la complacencia de quienes los rodean.
Sin embargo, pese a la simbiosis entre la tiranía y la obsecuencia, no existe la forma de vulnerar el deseo de transgredir una prohibición. Esa semilla está dormida en el corazón de las personas, cuando germina, es capaz de todo el ingenio y como el agua, serpentea entre las piedras para alcanzar su cometido.
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