Es de dominio público el hecho de que es un cambio hormonal lo que desencadena que una infancia deje de serlo para convertirse en adolescente.
Sin saber exactamente cómo funciona, entendemos que las hormonas se encargan de los cambios físicos, emocionales y mentales que ubicamos claramente en esta etapa.
En las mujeres, los estrógenos toman parte protagónica en muchísimos procesos químicos y se vuelven los gobernadores de nuestros cuerpos. Son los responsables de la menstruación y también de las curvas que empiezan a dibujarse gracias al reacomodo de la grasa, del acné en la piel, de los cambios en la digestión, del deseo sexual, de la montaña rusa emocional, de los repentinos cambios de humor, etc., etc.
Toda esa sintomatología supone una crisis que impacta no solo a quien la recibe en el propio cuerpo, sino a todas las personas que le rodean porque cada caso es único y nadie está realmente preparada para hacerle frente, hasta que lo vive.
Pasada esa exacerbada irrupción adolescente, algunos signos desaparecen, otros se regulan y aunque terminamos por acostumbrarnos a la nueva manera en que funcionamos, pasamos buena parte del tiempo quejándonos de los estragos que nos hacen pasar nuestros ciclos hormonales y así continuamos por alrededor de 30 años… hasta que llega otra revolución: la perimenopausia.
Para cuando llega esta segunda sacudida hormonal de nuestra vida, ya no recordamos cómo fue la primera y sobra decir que, incluso, prácticamente no tenemos información para enfrentar esta nueva crisis. Al investigar un poco nos enteramos que lo que ocasiona esta nueva oleada de malestares (existen aproximadamente 70) es que los estrógenos, aquellos que nos invadieron durante nuestra adolescencia están empezando a desaparecer y con ellos, se llevan a la mujer que hemos sido las últimas tres décadas y la retirada se siente tan violenta, que devasta.
Y aquí estamos, en el cuarto piso de la vida y otra vez como adolescentes. Ahogadas de nuevo en un mar de cambios físicos, emocionales y sociales, para los que nadie nos preparó pero que además, a diferencia de la primera adolescencia, hoy, nadie comprende. Porque la familia y amistades que contienen a las juventudes, son las mismas que señalan y relegan a las menopáusicas. Las mismas instituciones que cuentan con programas de ayuda y acompañamiento para adolescentes, no tienen ni idea de qué hacer con las mujeres en climaterio. La misma industria del bienestar (ciencia, terapias, fármacos) que cuenta con una amplia oferta para atender los estragos de la pubertad, ofrece raquíticas opciones para la perimenopausia.
Internamente, la cosa no pinta mejor. Porque si en la adolescencia nos invadía la incertidumbre de la persona en la que nos convertiríamos, en el proceso de menopausia nos mata la ansiedad de dejar ir a la mujer que estamos acostumbradas a ser.
Y detrás de todo, desde el principio, están siempre, las hormonas. Esos estrógenos que sentimos nuestro enemigos por la manera en que impactan cuando llegan a tomar el mando pero que cimbran cuando se retiran; los mismos que nos hacen refunfuñar por lo que ocasionan, pero que terminamos extrañando como a una amiga querida, por todo lo que nos provoca su ausencia.
Esos de los que, para variar, nadie nos habla, sobre los que nadie nos educa, porque nisiquiera se mencionan en la escuela, porque ¿para qué?, si al fin y al cabo, a ojos de quienes toman decisiones, es solo "otra cosa -sin importancia- de mujeres".
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