Vida de perros
Pues sí, Snoopy, pero son los otros días los que me preocupan. Me siento frustrada, me asusta la necia tendencia suicida que lleva el país. Usted me va a perdonar pacientísimo lector, lectora, pero hoy voy a ladrar.
Resulta que me pongo bonita para disfrutar de mi paseo dominical y cuando ya estoy en modo aperitivo, en el restaurante, junto a mi mesa, una joven pareja estaciona junto a mí, la carreola con un par de perrillas en pañales rositas.“Están menstruando”, me informa la mami cuando nota mi desagrado.
Bien sujetas con el cinturón de seguridad cruzado al pecho, las perrillas engullen los bocados que los padres les van poniendo en el hociquito. “Este es un restaurante pet friendly”, me informan los orgullosos papás al notar mi desagrado.
Ahora que desconozco las reglas de este vertiginoso mundo, me gustaría que alguien me explicara si el Día del Padre cuenta también para quienes en lugar de hijos han decidido tener “perrijos”. Me estoy preguntando si en su día se sintieron festejados y apapachados por sus criaturas, tan amadas, tan cuidadas.
“Cachorros, adultos y tercera edad”, señalan los vistosos empaques de alimentos caninos. Veterinario de cabecera, champú, corte de pelo y peinado a domicilio. Ya entrados en gastos, se aconseja también un carísimo cepillado de dientes y corte de uñas, para lo que se requiere anestesiar al pobre animal.
Los paseadores con cinco o seis perros arracimados, forman parte del nuevo paisaje citadino. Se estima que en este oficio se puede llegar a obtener una ganancia de entre 17 y 25 mil pesos al mes, dependiendo de la zona.
Quiero dejar claro que no tengo nada contra los perros y que mi sana convivencia con ellos viene de lejos. Tres mastines torpes, bonachones y babeantes, fueron mis primeros amigos. En la cocina, desde muy temprano, en latas alcoholeras al fuego, se cocían huesos, gordas de masa, patas de pollo, zanahorias y arroz para alimentarlos.
Recuerdo también a Paloma, una ratonera blanca, que amable y graciosa, bailaba en dos patas a cambio de unos chupetones de mi helado. Una mañana me mandaron a paseo y cuando regresé, la Paloma tenía la cola cortada y el muñoncito enredado en una venda roja de sangre. ¿Cómo? ¿Por qué? “¡Ya, ya!, no es para tanto”, fue la única explicación. Y lloré más.
En el patio de la casa de mis padres, siempre hubo dos o tres perros que sin pedigrí, correteaban y dejaban sus excrementos donde mis pretendientes pudieran pisarlos. Ya casada, además de dos o tres perros y patos que mis hijos obtenían en las quermeses de su escuela, convivimos con pericos, gatos, tortugas, conejos, e incluso un chivo bebé que escondieron en la lavandería hasta que el olor lo delató.
Mi vida siempre ha transcurrido entre perros, aunque sólo reconozco uno legítimo. Se llamaba Rico y era un Yorky muy guapo. “Para que te acompañe”, me lo regalaron mis nietos cuando enviudé. Y sí, me acompañó, pero también se comió las patas de los muebles, mis zapatos y el asa de mi única bolsa fina.
Más adelante, cuando se convirtió en un joven inteligente y formal, sostuvimos largas conversaciones porque, como ya he dicho aquí, yo hablo perro. Eran notables sus alegatos cuando le tocaba quedarse en casa, aunque nunca salí sin avisarle a dónde iba y procuraba volver pronto, porque cuando lo dejaba solo lo encontraba muy fumado. Un día, cuando habíamos desarrollado una madura y placentera amistad, ¡desapareció!
La larga convivencia que he tenido con los animales, me autoriza a protestar contra la modalidad de tratarlos de una forma que va contra su naturaleza, la cual es correr, escarbar y oler la cola de sus amigotes en los parques. En cuanto a mí, entiendo que si no quiero compartir mi mesa con los perros, debo buscar restaurantes human friendly.