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Ahora, la realidad

LUIS RUBIO

Todos los gobiernos del mundo inician su mandato con grandes inversiones tanto políticas como físicas y de recursos para cimentar la base de su proyecto: narrativa, legislación y presupuesto. Una vez sentadas las bases, se despliegan estos instrumentos en la forma de iniciativas, desarrollos, construcciones y mucha actividad política, todo orientado a darle forma a su visión ya en la práctica. Pero esta lógica tan natural no ha sido la de este gobierno. Cuatro meses de cambios, realmente destrucción masiva, del (ya de por sí) débil andamiaje con que contaba el país para promover el crecimiento económico empiezan a chocar con la cruda realidad.

Ahora que inicia un nuevo año, el gobierno tendrá que comenzar a entregar resultados, pero estos no se materializarán porque todo el plan fue ideológico y político más que producto de una evaluación de las circunstancias reales en que se encuentra el país. En lugar del paraíso que creyó dejar el presidente saliente, punto de partida para la hoy presidenta, la realidad es muy distinta y, en consecuencia, los planes que se han ido materializando, especialmente a través del poder legislativo, no hacen sino limitar el potencial de éxito del gobierno.

Para comenzar, el proyecto obradorista ha sido uno de poder y no de desarrollo. La narrativa del bienestar encubría el verdadero objetivo, en tanto que las transferencias en efectivo sellaban el pacto con los beneficiarios. Todo esto fue posible gracias a la labor de los gobiernos anteriores que fueron construyendo el andamiaje que le confirió estabilidad cambiaria a la economía y fondos de contingencia para situaciones impredecibles, todo estructurado en torno a una economía crecientemente exportadora e integrada con la norteamericana. Es decir, como dice el dicho coloquial, nadie sabe para quién trabaja: el gran beneficiario del tan denostado neoliberalismo acabó siendo López Obrador.

El problema para la presidenta Sheinbaum es triple: primero, los cambios constitucionales que le propinó su predecesor en el último mes de su gobierno alteran radicalmente el entorno legal y político. Segundo, la situación macroeconómica evidencia un agudo deterioro; y, tercero, la economía norteamericana, de la que depende todo, enfrenta desafíos políticos en asuntos de enorme trascendencia para México, especialmente en materia migratoria y comercial, que modifican de manera fundamental el entorno. Es decir, lo que fue válido en 2018 no lo es en 2025. Pero el gobierno actual no se ha enterado del cambio de contexto.

El contexto en 2018 no podía ser más propicio para el gobierno de López Obrador. Por un lado, una estructura económica que, aunque ciertamente no ideal, arrojaba resultados muy favorables para la economía, lo que se manifestaba en la forma de masivas inversiones en energía y regiones enteras creciendo a tasas asiáticas. Ciertamente no toda la población se beneficiaba de manera directa, pero el país, luego de tres décadas de convulsión, finalmente había logrado una estabilidad macroeconómica sostenible. Por otro lado, en términos políticos, la impopularidad de su predecesor le había allanado el camino para aterrizar como el virtual salvador, al punto en que se tomó la libertad de cancelar el nuevo aeropuerto de la CDMX sin, aparentemente, mayores reverberaciones.

El discurso polarizador, descalificador y agresivo envalentonó a una población resentida y enojada, todo lo cual desalentó la inversión privada, lo cual no se notó de inmediato tanto por la sensible mejoría en el ingreso real de la población (producto de las remesas, transferencias y salario mínimo), como por el acelerado crecimiento de la economía estadounidense a partir del fin de la pandemia. Todos estos elementos se conjuntaron para lograr un final de sexenio excepcional que se manifestó de manera concreta en la elección del año pasado.

Ahora viene la resaca: un déficit elevadísimo, una deuda creciente y dos legados políticos que marcan un final y un principio: primero la sobrerrepresentación -el agandalle para controlar todos los procesos nacionales- y luego las reformas constitucionales de septiembre y octubre. El partido en el gobierno ha demostrado que puede imponer su ley y lo ha hecho con generosidad. Lo que no puede imponer son los resultados que la presidenta requiere para ser exitosa.

Y ese es el asunto a partir de este inicio del año: el golpe del que tanto habló su predecesor lo acabó dando él mismo: al cambiar los vectores de la política mexicana, sobre todo de la Suprema Corte, el factor que (junto al TLC) le confirió certidumbre a la vida tanto política como económica al país en las últimas tres décadas, el partido en el gobierno acabó muy poderoso, pero desarticuló el camino hacia el futuro en vez de corregirlo, sin construir nada útil a cambio.

Por tres meses, la presidenta se dedicó a prometer incontables nuevos programas de gasto, cuando las arcas están vacías. Pero ¿qué es una promesa? Según un diccionario, ésta es "una garantía expresa en la que se basarán las expectativas". La población esperará resultados y, tarde o temprano, le exigirá cuentas al gobierno recientemente inaugurado. Los gobiernos y sus partidos suelen pensar que son eternos. Ninguno lo logra y el actual no será diferente.

ÁTICO

En lugar de invertir en y para el futuro, el gobierno dedicó sus primeros tres meses a continuar destruyendo el pasado.

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