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JORGE VOLPI

Al nacionalismo solo se le combate, por desgracia, con más nacionalismo. La idea de que nacer accidentalmente en cierto lugar y no en otro o compartir un cierto cúmulo de ficciones nos vuelve mejores que los demás seres humanos es la mayor fuente de discriminación que subsiste en el planeta. A estas alturas no debemos engañarnos: el encabezado por Trump es un proyecto identitario blanco, heterosexual, anglosajón y protestante cuyo principal objetivo consiste en librar a Estados Unidos de esas máculas que él identifica con la diversidad y el multiculturalismo, en una batalla que libra, con particular saña, en contra de transexuales y latinos. Sus principales enemigos.

Detrás de cada una de sus medidas, del ataque sistemático a los migrantes a la eliminación del nombre de México del Golfo, del establecimiento del inglés como lengua oficial a la persecución de los residentes legales que no simpatizan con sus ideas y de la categorización de los grupos criminales mexicanos como terroristas a las exigencia al gobierno de Sheinbaum de sellar nuestras fronteras, se parapeta un racismo inocultable: la añeja idea de que los Estados Unidos -fundados y dominados por los blancos- son la mejor nación sobre la Tierra. Esta concepción, que se encuentra ya en los Padres Fundadores, ha pervivido a lo largo de su historia y hoy halla su última encarnación en el programa Make America Great Again.

En vez de concebirse como un eficaz árbitro global o como la mayor potencia del mundo, de manera sorprendente Trump ha preferido caracterizar a Estados Unidos como víctima del abuso sistemático de los demás países y en especial de sus aliados: según su insólito relato, México y Canadá lograron sacar ventaja de su acuerdo de libre comercio -como si él no lo hubiera firmado y como si los productores y las empresas estadounidenses no hubiesen obtenido enormes beneficios-, la Unión Europea solo se fundó para aprovecharse de Estados Unidos y China es el gran rival a vencer. Su perverso juego de poner y quitar aranceles a su antojo es la manera que ha encontrado de mostrar su repulsión hacia cada uno de estos lugares.

Desafortunadamente, este nacionalismo visceral -al que algunos prefieren llamar soberanismo- no está provocando otro efecto que desatar nacionalismos paralelos por doquier. A la burda provocación de absorber su territorio, Canadá ha respondido con un repentino despliegue de hojas de maple o el boicot a los productos estadounidenses; la Unión Europea se apresta cambiar radicalmente sus políticas de seguridad y comercio; China se prepara para invertir todavía más para asegurar su supremacía tecnológica; y los mexicanos han llenado una vez más el Zócalo para cantar el himno y agitar sus banderas tricolores.

De manera paradójica, los más beneficiados por el agresivo proteccionismo de Trump son los líderes a los que se enfrenta: el Partido Liberal tanto como Morena -o, en Europa, los partidos de Starmer, Macron o Zelensky- han visto cómo se acrecienta su popularidad. Lo cierto es que ni Trudeau ni Sheinbaum son responsables de la suspensión de los aranceles que Trump les impuso en un primer momento: con estrategias distintas -el canadiense confrontándolo y la mexicana apaciguándolo- han obtenido idéntico tratamiento. Hay que celebrar una Presidenta sobria y ecuánime, pero nada de lo que ella o su equipo han hecho ha modificado las respuestas de Trump: ha sido solo él -impulsado por la reacción de los mercados o por sus propios empresarios- quien cambia de opinión vez tras vez.

Ningún nacionalismo es inocente: unirnos en el grito de guerra en torno a Sheinbaum acaso nos haga sentir menos incómodos, pero también nos impide ver cómo nos hemos convertido en cómplices de la expulsión de migrantes de otros países, las mayores víctimas de este delirio, o cómo entregamos a criminales que no dejan de ser ciudadanos mexicanos, de manera voluntaria, para acaso encarar la pena de muerte, prohibida en nuestra legislación. Lo peor es que, en épocas de nacionalismos exacerbados, nada irrita tanto como advertir sobre el carácter excluyente y brutal de cualquier nacionalismo.

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