Speak softly and carry a big stick; you will go far. Este lema, que Theodore Roosevelt repetía una y otra vez, selló la política exterior estadounidense desde principios del siglo XX. A partir de la idea de que bastaba con mostrar un gran garrote -una fuerza militar creíble- para obtener todo lo que conviniera a sus intereses, Estados Unidos se permitió intervenir de manera directa en América Latina y el Caribe, zonas consideradas como una extensión de su imperio. De una forma u otra, todas las naciones del continente padecieron la amenaza y, cuando se volvió necesario, el envío de tropas -en República Dominicana, Haití o Cuba- o el apoyo a grupos subversivos.
El llamado corolario Roosevelt a la Doctrina Monroe establecía muy claramente que, si a juicio de Estados Unidos una nación rompía las reglas de convivencia civilizada o atentaba contra los intereses de sus nacionales o de sus empresas, su gobierno no tendría más remedio que reaccionar de manera directa. Como puede advertirse, sus términos no son muy distintos a los empleados hoy por Donald Trump contra el resto del mundo, por más que la amenaza de una intervención militar haya sido trastocada -al menos por ahora- en la de imponer drásticos aranceles a los productos de los países que se resistan a cumplir con sus caprichos.
Trump no representa, en este sentido, una primicia o una anomalía, sino el retorno de una tradición bien asentada en la cultura política de su país: la idea, dibujada ya tanto por los peregrinos que se establecieron por primera vez en Nueva Inglaterra como por los Padres Fundadores, de ser "la mejor nación sobre la Tierra", y de merecer, por tanto, un sinfín de privilegios frente a las demás. Con el Gran Garrote, Roosevelt obtuvo el Canal de Panamá -algo en lo que Trump se empeña en imitarlo-, pero asimismo el Premio Nobel de la Paz por su papel a la hora de terminar con la guerra ruso-japonesa: lo que Trump ahora se apresta a hacer con Ucrania, arrebatándole de paso sus recursos naturales y pactando una entente con Putin.
Desde que Roosevelt enunciara su apuesta por el Big Stick, la realidad es que Estados Unidos jamás ha renunciado a esta inclemente Realpolitik: si en algunos momentos debió frenarse ante un poder militar equivalente -durante la Guerra Fría- y en otros optó por una aproximación internacionalista -en particular con la fundación de Naciones Unidas-, siempre y cuando sus intereses principales fueran preservados. El resultado es bien sabido: Estados Unidos obtuvo prácticamente todo lo que quiso e incluso logró debilitar tanto a su enemigo comunista que lo hizo implosionar para colocarse, durante varias décadas, como la única gran potencia global.
¿Por qué renunciar a una estrategia que le ha dado tan buenos resultados? Para Trump, volver a Estados Unidos grande otra vez significa justo esto: retomar el carácter más brutal y explícito del Gran Garrote: lograr cuanto se le antoje sin necesidad de ocultarlo o paliarlo con acuerdos o negociaciones, como sus predecesores. Hoy, solo China -que ha acumulado en los últimos años un poder económico y tecnológico casi equivalente- parece capaz de resistírsele. En todos los demás sitios -incluida la Unión Europea y por supuesto México y América Latina-, lo más probable es que consiga justo lo que anhela. Lo vemos ya en la inevitable sumisión a sus dictados de Zelensky, Petro, Mulino o Sheinbaum: pese a las banales demostraciones de patriotismo, la resistencia de sus gobiernos luce, por el momento, imposible.
En este escenario, México se halla contra las cuerdas: la Presidenta ya dio el giro que Trump le ha pedido en temas de seguridad y migración, obliterando su agenda progresista. Lo peor es que, pese a verse obligada a lanzar una nueva guerra contra el narco -eco de la de Calderón-, ello no garantiza que Trump vaya a desistir en su empeño. Tengámoslo bien claro: el Gran Garrote penderá sobre nuestras cabezas por un buen tiempo. Lo más alarmante es que buena parte del país -y de Morena y la 4T- prefieren continuar con su labor de demolición institucional interna antes que preocuparse por construir los mecanismos que nos permitan, si no evitar, al menos aliviar la catástrofe.