Imagen El Siglo de Torreón.
Salió a votar el domingo 2 de junio de 2024. Aquella mañana, mientras recorría las calles de la colonia Flamboyanes, en Chetumal, Quintana Roo, la periodista y conferencista Cecilia Lavalle era consciente de que viviría un momento histórico. Por primera vez, en más de dos siglos, dos mujeres se apuntaban para ocupar la presidencia de México.
La emoción la abordó al llegar a la casilla. Rayó la boleta, dejó caer el papel por la rendija de la urna y emitió su sufragio. Al margen de su simpatía o discordancia con ambas candidatas, le alegró ser parte de aquel suceso, pues incluso llegó a pensar que la vida no le alcanzaría para ver a una mujer asumir el poder ejecutivo de la nación.
Según datos del Instituto Nacional Electoral (INE), para esta elección, 51 millones 399 mil 566 mujeres aparecieron inscritas en la lista nominal. Casi el 52 por ciento del total del registro (98 millones 329 mil 591), es decir, la mayoría. Sin embargo, las mujeres en el mundo no siempre tuvieron derecho al voto o a participar en la vida política. La lucha se remonta a las primeras sufragistas británicas y norteamericanas. Apenas en 1953 se aprobó el voto para las mujeres en México, quienes pudieron ejercerlo hasta 1955. La lucha ha sido ardua.
Ellas siempre han estado allí. Por eso, Cecilia Lavalle y Teresa Hevia Rocha publicaron el libro El deber de la memoria. Del derecho al voto a la paridad en todo (Página Seis, 2023), el cual se presentó en las instalaciones de El Siglo de Torreón en noviembre pasado. El título responde a una frase del filósofo francés Paul Ricoeur que invita a hacer justicia mediante el recuerdo.
Las autoras se plantearon mostrar que el papel estelar que hoy tiene la mujer en la política no ha sido algo espontáneo. Las raíces son más profundas, traspasan el suelo de lo contemporáneo y despliegan capas históricas. En el volumen se anotan también los desafíos que las mujeres enfrentan hoy desde la nueva cima, la batalla que se extiende ante el muro de la violencia política en razón de género. Ahora el turno es para las paritaristas, quienes buscan equilibrar la participación de hombres y mujeres en las cámaras de senadores y diputados.
“Quisimos hacer este libro para que sepan cómo es que llegamos hasta aquí”.
Paul Ricoeur dice que el deber de la memoria es hacer justicia mediante el recuerdo u otra parte de sí, ¿cuál es el deber de la memoria respecto a los derechos políticos de las mujeres?
El deber de la memoria es para las sufragistas, para aquellas mujeres que, en condiciones mucho más adversas que las que tenemos ahora, estaban exigiendo derechos de ciudadanía. Pero el deber de la memoria no sólo es para las sufragistas mexicanas, también es para las sufragistas norteamericanas y británicas de quienes México tuvo una enorme influencia, no sólo por el material que producían, sino por la organización y las acciones que llevaron a cabo con osadía e imaginación. El movimiento sufragista mexicano abrevó de ambas corrientes. Entonces, el deber de la memoria primero es con las sufragistas, con su osadía, su organización, su capacidad de organizarse pese a la enorme adversidad que tenían y la enorme animadversión. En el caso de las mujeres mexicanas, el deber de la memoria es para las primeras zacatecanas que levantan la voz después de la Independencia y están atestiguando la conformación de una nueva nación, con una nueva constitución y muy pronto dicen: “Nosotras tenemos que ser ciudadanas, porque hemos dado por la patria todo y más”. Y por muchas mujeres que apenas empieza a rescatar la historia, gracias en gran parte a través de los medios, de encontrar algunos pequeños hilos periodísticos que muestran cómo había manifestaciones, le llevaban cartas a Porfirio Díaz o se manifestaban ante un congreso para exigir el derecho al voto. El deber de la memoria luego es para las mujeres que trabajaron cuotas de género. Y ahí ya encontramos claramente al movimiento feminista mexicano haciendo alianza con las mujeres que estaban en la legislatura, para descubrir cómo instalar mecanismos legales que obligaran a los partidos políticos a postular a más mujeres, cosa que no sucedía. Y, en última instancia, el deber de la memoria es para las paritaristas. Aquí estamos muchas, vivas, actuando, en acción, pero algún día será el deber de la memoria para otras mujeres que aún son jóvenes o aún no han nacido, que puedan voltear a ver lo que hemos logrado.
La Revolución Francesa es quizá el gran acento del pensamiento liberal moderno, pero la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano excluyó a las mujeres. Irónicamente, la pintura que más representa a este movimiento armado es La libertad guiando al pueblo, de Delacroix (1830), donde la libertad es encarnada por una mujer.
En los simbolismos, suele pensarse en la patria como una mujer, semidesnuda, llevando la bandera, pero hasta ahí les va a gustar, hasta ahí se van a quedar. A lo largo de la historia, las mujeres no han sido bienvenidas a la hora de liderar y tomar el poder. Aun ahora seguimos siendo invisibilizadas como intrusas, como advenedizas, y en el mejor de los casos como temporales: “Es una moda que se va a pasar, estas ya se van a ir”. Los hombres, históricamente, han tenido todos los privilegios sólo por nacer hombres. Y cuando nacieron los derechos también se los adjudicaron todos y excluyeron deliberadamente a todas las mujeres sólo por nacer mujeres. Las excluyeron de la posibilidad de tener propiedades, de tener ingresos económicos, de tener poder político. Incluso las excluyeron de poder decidir sobre sus cuerpos. La democracia moderna y esta noción de la ciudadanía, nació con la exclusión deliberada de todas las mujeres. También los derechos humanos; lo que ahora conocemos como derechos humanos, nació con la exclusión deliberada de la mitad del mundo. Así que los simbolismos donde muestran a mujeres guiando era realmente una idea romántica, efímera, donde estamos bien si somos como angelitas de la libertad, pero no si queremos bajar a la tierra a tomar decisiones y a decir cómo queremos que se hagan las cosas tanto como los señores deciden.
En 1848 se dio la Declaración de Seneca Falls, considerada la carta magna de las sufragistas norteamericanas. Pero entre que apareció la lucha de los sufragistas y se consiguió el voto femenino en Estados Unidos (1920), pasaron más de 70 años. Ustedes escriben en el libro que ninguna de esas mujeres pudo ver los frutos de su lucha. ¿Cuál es su legado?
Fíjate que el movimiento sufragista norteamericano y el movimiento sufragista británico todavía nos dejan lecciones. En el caso de las británicas, como pasó en casi toda Europa, el voto femenino se fue consiguiendo entre guerras. Las británicas traían una serie de acciones que hoy son consideradas comunes, pero que entonces eran una verdadera osadía. Se encadenaban en edificios públicos, interrumpían a los asambleístas y desplegaban mantas diciendo “hechos, no palabras”. Armaban un mitin, se pusieron en huelga de hambre... esas cosas no sucedían, la historia suele atribuírselas a Gandhi, pero él reconoció que son de las sufragistas. Una de las lecciones que nos dan las sufragistas británicas, además de una gran capacidad de alianza y organización, aún habiéndose escindido entre los movimientos —uno que era mucho más formal y otro que se fue poniendo denso—, no sólo fue la capacidad de tener vasos comunicantes entre ambas posturas, aunque no coincidieran en los métodos, y la capacidad de negociar cuando llegó la guerra. Porque cuando llega la guerra, el rey Jorge VI les pide a las sufragistas, concretamente a Emily Pankhurst (lideresa del movimiento sufragista británico, que dejan a un lado la lucha por el sufragio y que ella, con su gran poder de convocatoria, convoque a las mujeres a trabajar en las fábricas. Emily Pankhurst, como muchas otras, había sido encarcelada, atestiguado cómo habían torturado a las mujeres. Emily pudo haber dicho “fíjese que no y hágale como quiera”, pero tuvo la habilidad de decir “sí, a cambio de que cuando termine la guerra, reconozca el derecho al voto de las mujeres”. Esa capacidad de negociar, que debe haber sido muy criticada en su momento, es algo que nos deja como un legado. El rey finalmente cumplió a medias, pero cumplió y Emily volvió a la lucha con las demás y lo lograron. En el caso de Estados Unidos, la gran lección que nos dejan es su enorme capacidad para pasarse la estafeta. El movimiento sufragista norteamericano fue el primero, incluso arranca antes que el británico, tienen una gran capacidad de organización. Y tuvieron además, también la habilidad para que una vez que se escindieran los movimientos, se formaran distintas agrupaciones, empezaran a tener lógicas distintas. Hubo un gran movimiento que se separa del primero y dice “no, vamos a ir por pequeñas victorias en los estados” y se lanzan con toda la pasión y el furor a organizar que en los estados hubiera derecho al sufragio. Y hubo otro movimiento que también era muy numeroso, que decía “no, eso es pérdida de tiempo, debemos ir por el federal”. Aunque se rompen a ratos las comunicaciones, tienen la capacidad de volverse a unir. Y cuando el movimiento se declara ilegal, igual que sucedió en Inglaterra, se vuelven a unir y se apoyan, se van salvando la vida unas a otras. Eso me parece que es una gran lección para las sufragistas mexicanas. Además, las norteamericanas se pasan la estafeta a lo largo de tres generaciones hasta que lo consiguen. Ninguna llegó a votar. Entonces, ahí tenemos grandes lecciones que creo hemos leído bien, conociendo la historia o no, las hemos leído bien en México, porque a partir de los noventa, va siendo muy claro el pase de estafeta hasta ahora con las paristaristas, y todo en grandes alianzas entre mujeres que podemos coincidir, disentir, en movimientos organizados que a veces no se ven tan claros, pero ahí está un pase de estafeta continuo. Eso es lo que explica el momento político para las mujeres que estamos viviendo ahora.
En 1824 aparecen las zacatecanas que ya mencionaste, quienes mandan una carta al Congreso que se constituía en el nuevo país. Entre eso y el primer congreso feminista acontecido en Yucatán, en 1919, pasa casi un siglo. Muchas de las luchas de esa época se plasmaron en revistas, periódicos, panfletos. ¿Qué importancia tuvo el uso de la palabra escrita en esa lucha tras la Independencia de México?
Más que la palabra, creo que lo más poderoso fueron dos condiciones. Una fue el acceso de las mujeres a la educación, que se permitiera, que se favoreciera, el acceso de las mujeres a una educación formal, así fuera sesgada y distinta a la de los hombres. Esa condición permite un despertar en la conciencia, la capacidad de saber leer y escribir, y entonces abrevar de grandes pensadoras y pensadores. Y otra fue el acceso de esas mujeres, que ya sabían leer y escribir, al periodismo. Las maestras y las periodistas han jugado un papel fundamental en la historia de los derechos políticos de las mujeres en nuestro país. Y ahí tenemos mujeres que incluso no aprobaron la idea del derecho al voto femenino, como Consuelo Zavala en el Congreso Feminista de Yucatán. Ella decía que las mujeres no estaban suficientemente preparadas y toda su vida se dedicó a prepararlas, a crear escuelas, a formar mujeres. Y tenemos a Adelina Zendejas, quien como periodista documentó, nos entregó maravillosas historias y crónicas de los derechos políticos de las mujeres. También tenemos a mujeres como Hermila Galindo, quien era una gran comunicadora; ella no fue periodista, pero era una gran comunicadora y oradora: escribía, tiene textos maravillosos llenos de vigencia. Pero en términos generales, lo que hace el gran cambio es el acceso de las mujeres a la educación y mujeres que ya tenían cierto grado de educación o que, por sus propias circunstancias, como Laureana Wright —educada por su padre en una gran biblioteca y hablaba un par de idiomas—, abren los espacios de los medios para las mujeres.
En un diálogo anterior coincidías con que excluir a las mujeres del ámbito político también es una especie de violencia. Por años, quienes estuvieron en el poder se aferraron al discurso de que las mujeres no estaban preparadas para entrar a la vida política de una nación, pero la historia ha demostrado lo contrario… siempre estuvieron preparadas.
Tan bien o mal preparadas como han estado los hombres. ¿Cuántos señores no han gobernado una entidad, como Coahuila o Quintana Roo, sin la menor idea, sin experiencia política? Y aún lo siguen haciendo, su bagaje político es aparecer de la nada, ser el sobrino, el hijo, el primo, el compadre, el amigo y ser senador o presidente municipal y de ahí a la gubernatura. Tan bien o mal preparadas como han estado ustedes. Lo que pasa es que el sexismo es atrevido. El sexismo nos va a decir que las mujeres no están preparadas, ¿para qué? Ese argumento que se usó cuando no querían reconocer nuestro derecho al voto, hizo que las mujeres se esforzaran por prepararse. Hoy tenemos a la generación de mujeres más preparadas de la historia de la humanidad, y aun así nos siguen diciendo que no estamos preparadas.
A principios del siglo XX se decía que tener a las mujeres fuera de la casa “era lo peor”. Pero Hermila Galindo respondió que sin mujeres, un gobierno y un municipio también es lo peor. ¿Qué te genera esta respuesta?
Mira, hay que entender que, históricamente, la filosofía, la ciencia y luego el poder puro y duro, han colocado una doble verdad respecto al sentido de la vida. Ha habido una verdad para los hombres y otra verdad opuesta para las mujeres, en la que no nos preguntaron. Es decir, los hombres se adjudicaron la posibilidad de colocar su pensamiento en la filosofía y empezaron a decir “a nosotros nos toca hacer lo público, bla, bla, bla, y a ustedes les toca lo doméstico”. Esa doble verdad sigue vigente, con menos fuerza, pero vigente. Por eso sucede esta idea, estas expectativas sociales de que nosotras tenemos dotes especiales para cuidar a un bebé, como si el útero abriera un chip que no necesitara entrenamiento. Y lo que hemos venido demostrando es que la naturaleza cumple una función que no depende ni de hombres ni de mujeres, pero una vez que cumple con su misión, que es parir, hombres y mujeres pueden cuidar, criar, no hay ningún chip. Y que nosotras, históricamente, hemos sido entrenadas para cumplir el rol de cuidadoras, pero que si cambiamos ese entrenamiento, los señores van a poder ser tan buenos cuidadores como nosotras lo hemos sido a lo largo de la historia. Cambiar el chip y evidenciar la doble verdad, va a mostrar que las declaraciones de “si las mujeres tienen el poder se desbarata la familia” en realidad son infundadas y también son muy cómodas, porque lo que quieren decir en realidad es “ay, yo la verdad no quiero cocinar ni lavar ni planchar si tengo una servidora doméstica que lo hace y además es gratis, y lo hace por amor”. Esa es una posición cómoda que tiene que cambiar. No hay nada que indique que no podamos gobernar, tan bien o tan mal, como cualquier señor.
En 1953 se reconoce el derecho al voto de las mujeres en México y emiten el sufragio por primera vez en 1955. Pero en esa ocasión sólo acudieron a votar cuatro millones de mujeres y se dio el registro de 20 candidatas. Quedaba mucho camino por recorrer en cuestión de paridad.
Cuando se reconoce el derecho al voto, realmente no pasó nada. Muchos señores dicen que cada vez que vamos por un derecho se va a acabar la familia. Y no hablan de la suya, hablan de “la familia”, como si sólo hubiera un tipo de familia, hablan de la humanidad. Cuando reconocieron nuestro derecho al voto la verdad es que votaron pocas, votaron pocas mujeres y pocas se postularon. El anhelo fue creciendo, pero los partidos políticos fueron poniendo un dique. Los partidos políticos en Latinoamérica, por lo menos en los casos que yo conozco, son el gran obstáculo para la igualdad política en las mujeres y los hombres. No acaban de creerse la igualdad. Siguen pensándonos, aún en 2024, como advenedizas, intrusas, cuando mucho pasajeras y siguen pensando en el poder con una visión patrimonialista. Asumen que son suyas las sillas y, porque no les queda de otra, nosotras vamos a estar en alguna silla, pero ellos van a decidir quiénes la ocuparán y por cuánto tiempo. Eso tiene que cambiar, en eso estamos. Ahora que tenemos una mujer presidenta —sostengo que es la primera de muchas—, no va a pasar mucho más de lo que pasaría si estuviera un hombre. Aspiramos a que como mujer tenga una visión para las feministas, de mejorar la condición social de las mujeres, pero eso tendrá que demostrarlo, está por verse. Fuera de eso, es una mujer capaz, inteligente, sensible, puedo no coincidir con muchos de sus postulados de gobierno —como no coincidía con los del anterior presidente—, pero hará su chamba comprometida, como en general sucede. Tenemos que normalizar la presencia de las mujeres en la vida pública, y tenemos que normalizar también que puedan ser tan buenas o tan malas, tan corruptas y tan honestas como muchos señores. Todavía hay un camino largo.
Y un camino largo es también el sistema político patriarcal donde ejercerá Claudia Sheinbaum. ¿Es como ese muro que mencionas se ha derrumbado, pero cuyos trozos todavía son piedras que obstaculizan el sendero?
Total y absolutamente. El sistema patriarcal goza de cabal salud. Le hemos hecho mella, pero como dice la filósofa Amelia Valcárcel, el sistema patriarcal tiene una enorme capacidad de autosutura; hacemos huecos y se regenera muy rápidamente y se transforma. Falta mucho para poder hablar de un cambio de paradigma. Todavía es más valorado lo que dice un hombre que lo que dice una mujer. Nuestra voz no tiene el mismo valor ni el mismo poder de influencia. Nuestra presencia no tiene el mismo valor ni el mismo poder que la que tiene un hombre, todavía queda mucho camino que recorrer, pero lo estamos recorriendo y creo que bien. El hecho de tener una mujer en la presidencia, al margen de lo mal o bien que lo haga, va a marcar un antes y un después por lo menos en el simbolismo. Yo espero que lo haga bien, porque eso va a abrir mejores puertas para muchas otras mujeres. Cada mujer en un espacio de poder tiene un espacio de oportunidad simbólica para otras y una ventana para hacer las cosas de otra manera.