Si he sido capaz de admitir como realidades la historia de mi vida y el discurso del neoliberalismo y de la actual "izquierda", debo aceptar que lo absurdo es parte de lo cotidiano y confirmación de la existencia como la fantasía de todos los humanos.
Una vez aclarado que lo delirante no está peleado con la realidad, me atrevo a compartir aquí las evocaciones que circularon esta mañana en mi cabeza. Ahí, justo donde debería residir la lógica, di cabida a dos sucesos muy distintos que convergen en la posible alternativa que aún tiene la nación, antes de que la política termine de ceder su papel a la imposición de voluntades respaldadas por la fuerza, no por las ideas.
El primer recuerdo me remitió a la noche de un fin de semana de 1980, cuando viví mi primera experiencia como voluntario en la Estación Central de Bomberos de Monterrey. Mientras caminaba en la sala de máquinas admirando las unidades con las que soñaba desde que era niño, escuché la alarma, lo que hizo que mi cuerpo corriera para equiparse y salieran a toda velocidad de la guardia el maquinista Efraín Rocha y el bombero José Ángel Mejía, quienes ingresaron raudos a la cabina del camión número 13, en tanto yo subía al estribo trasero del mismo vehículo.
Solo, sin saber hacia dónde iba y sintiendo la divina mezcla de la sirena y del viento que azotaba mi cara, circulábamos sobre la avenida Constitución, seguramente a más de 100 kilómetros por hora. En ese entonces era bien conocida la prudencia de Efraín para conducir, a tal grado que algunos bomberos bromeaban diciendo que regresaba de los servicios más rápido que cuando iba hacia ellos. Sin embargo, en esta ocasión ni un solo automóvil pudo alcanzar a la Dodge 350, con doble tracción, transmisión manual, rugiente motor y potente bomba.
En el trayecto pensé más de una vez acerca de cuál sería mi destino si cayera de la máquina. Por supuesto, en todas esas ocasiones la conclusión fue constante: esa, mi primera salida, sería la última. Cuando la unidad arribó al lugar del caso reportado, Efraín y José Ángel se dirigieron hacia un automóvil que había registrado un conato de incendio ya controlado, mismo rumbo que tomé luego de saltar desde el estribo trasero.
-¿Dónde estabas?, me preguntó sorprendido Efraín.
-¿Venías con nosotros?, expresó incrédulo José Ángel.
Ninguno sabía que viajaba con ellos, lo que explicó la velocidad con la que manejó el maquinista. De no haberme asido con todas mis fuerzas a la unidad, difícilmente alguien hubiera extrañado mi ausencia en caso de una visita involuntaria a la carpeta asfáltica.
El segundo recuerdo se originó en mi habitación durante la última madrugada, cuando una experiencia auditiva y de paz irrumpió en mi caos. Escuchar el profundo y pausado roncar de mi perro, cuyo cuerpo laxo y extendido a los pies de la cama, fue interpretado por mi visión antropocéntrica como un certificado de confianza extendido a mi favor.
Ambos sucesos me hicieron reflexionar sobre la necesidad de tener conciencia de lo que se carga o conduce, requisito esencial del dirigente comprometido, cuyo liderazgo debe ser primeramente reflejado por su capacidad para generar confianza y tranquilidad en quienes encabeza. Conducir a una persona o un grupo, es un acto de responsabilidad superior y deber irrenunciable para corresponder a la confianza de quienes se guía, especialmente la de los más vulnerables.
Tan elementales señalamientos envueltos en la historia reciente de la política nacional, que muestra que los mecanismos para tener y mantener el poder político son los mismos en los gobiernos de antes y en los "diferentes" -todos usuarios, en mayor o menor medida, del clientelismo, nepotismo y alianzas con poderes fácticos- llevan a cuestionar si asumir que el rumbo hacia una sociedad más justa y segura está en el esquema actual de partidos.
Si los institutos políticos están formados por hombres iguales en esencia, que a final de cuentas forman cuerpos similares con rostros diferentes, ¿por qué no admitir que el cambio real de la sociedad estará en función de la humanización que une, no de la "partidización" que divide?
Por supuesto que esa transformación de verdad no será producto ni de un decreto ni de un sexenio, y sí muy probablemente del parto de un nuevo orden surgido de la crisis que, indefectiblemente, llegará como resultado del deterioro de un Estado cuyos gobiernos parecen hoy priorizar la franquicia que les llevó al poder, antes que la toma de decisiones producto de la conciencia de conducir seres humanos, no objetos que votan.