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De política y cosas peores

ARMANDO CAMORRA

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le preguntó a una atractiva fémina que bebía su copa en el Bar Ahúnda: “¿Puedo acompañarte?”. Respondió ella, lacónica: “No”. Volvió a inquirir Pitongo: “¿Me permites invitarte un trago?”. Y la mujer, con laconismo igual: “No”. “¿Quieres cenar algo?”. “No”. “¿Te gustaría ir a bailar a un antro?”. “No”. “¿Vamos a mi departamento?”. “No”. “Está bien -se rindió Afrodisio-. De cualquier modo no habría disfrutado tu compañía. Hablas demasiado”. Comentaba cierta esposa: “Hacer el amor con mi marido es como ver una serie: cuando la cosa empieza a ponerse buena termina el episodio”. La consorte de don Cacariolo pasó a mejor vida. Siento decir que en este caso no puedo hablar de “el inconsolable viudo”, pues a la semana de haber dado cristiana sepultura a su señora el descarado andaba en el centro comercial del bracete con una estupenda dama de procedencia afroamericana cuya exigua blusa y minimalista falda dejaban ver el azabache y ébano del cuerpo de la escultural mujer. Se topó a don Cacariolo una cuñada suya, hermana de la finadita, y le preguntó, severa: “¿Qué haces?”. “Ya lo ves -replicó él con simulado acento pesaroso-. Aquí, guardando el luto”. Gustavo Adolfo Bécquer, cuyos versos me robé más de una vez en tiempos de la adolescencia para embelesar y embelecar a alguna muchachita, se quejó de lo insuficiente del idioma, al que calificó de rebelde y mezquino. Razón tenía el lirida sevillano. He ahí una de las cortedades del lenguaje: el vocablo “lirida”, con todo y ser tan expresivo, armonioso y romántico, no existe. Tampoco es admitida la palabra “apóstola”, a pesar de que una somera investigación demostrará que en todos los campos, y también en las ciudades, hay más apóstolas que apóstoles. Una de ellas es la maestra Imelda Rétiz, cuya fructífera vida ha estado dedicada a la hermosa tarea de iniciar en el hábito de la lectura, lo mismo que en el arte de escribir, a numerosas generaciones de lasallistas que cursan sus estudios en el plantel donde transcurrieron mis primeros años escolares, el invicto y triunfante Colegio “Ignacio Zaragoza”, de Saltillo, cuyas aulas recibieron también a mis cuatro hijos y a algunos de mis 13 nietos. Pues bien: he aquí que otro prestigiosísimo colegio de La Salle, el Febres Cordero, de Guadalajara, nos invitó a la maestra Imelda y a mí a participar en la celebración del 80 aniversario de la institución, jubiloso festejo que entre otros muy lucidos actos incluyó la apertura del Ateneo Febres, un nuevo y vasto espacio que incluye una bella sala de lectura donde las alumnas y alumnos podrán aprender y aprehender los bienes culturales y ampliar sus horizontes de vida guiados por esos buenos amigos que los libros son. La comunidad lasallista de la ciudad tapatía ha llevado a cabo en esas ocho décadas una ejemplar labor formativa que nos fue descrita por el talentoso y dinámico director del colegio, el Hermano Tarsicio Larios Félix, quien nos mostró también las instalaciones del plantel, tan amplias y modernas que seguramente no tienen igual en la capital jalisciense. Siento especial afecto por Guadalajara. Ahí pasé mi luna de miel. Un año después regresé a la ciudad; entonces sí salí a la calle y pude apreciar sus muchos atractivos. Envío mi felicitación al Hermano Larios Félix, y con él a toda la comunidad lasallista, a los maestros, estudiantes y trabajadores del Colegio Febres Cordero, joven a sus 80 años, vigoroso en su recia madurez. Que la emblemática estrella de La Salle siga brillando en todos los lugares donde da su luz. FIN.

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