La hija adolescente de don Cucoldo le pidió de buenas a primeras: “Quiero saber de sexo”. El señor se conturbó. Le sugirió, azarado: “Ve con tu mamá”. Opuso la muchachita: “No quiero saber tanto”. El médico que revisó a Picio, hombre poco agraciado, le dijo a la esposa del paciente: “No me gusta el aspecto de su marido”. “A mí tampoco, doctor -respondió la mujer-, pero es muy bueno con los niños”. El novio llevó a su novia al Cine Coloso. “No te hagas el sordo -le reclamó ella-. Te pedí que me llevaras al ginecólogo”. “¿De dónde vienes a esta hora?”. Tal pregunta, perteneciente al amplio repertorio conyugal, le hizo la esposa de Chinguetas a su amoral consorte, que llegó cuando el sol asomaba ya por el oriente sus doradas pompas. Respondió el descarado: “No me recuerdes de dónde vengo, porque me darán ganas de regresarme”. La nieta miró la fotografía de boda de sus abuelos, y le llamó la atención ver que mientras él estaba sentado en una silla de Viena ella aparecía de pie. Le preguntó a la abuela el motivo de eso, pues en todos los retratos de novios que había visto la desposada ocupaba la silla y el recién casado se mantenía de pie a su lado. Explicó la abuela: “El día del casamiento no pudimos retratarnos, pues el único fotógrafo que había en el pueblo andaba fuera. La foto se tomó al regreso de la luna de miel, y para entonces ni yo podía sentarme ni tu abuelo podía mantenerse en pie”. La señorita Himenia, célibe otoñal, le dijo al padre Arsilio en el confesonario: “Acúsome, padre, de que por la noche, ya a oscuras en mi cama, vienen a mí malos pensamientos”. Le indicó el sacerdote: “Recházalos”. “¡Ah no! -se alarmó ella-. ¿Y luego si no vuelven?”. Leovigildo le pidió a Floreta que se casara con él. La muchacha le puso una condición: debía ahorrar un cuarto de millón de pesos para costear los gastos de la boda. Él aceptó la cláusula, aunque pensó que, así las cosas, el desposorio tendría lugar el año 2064. Sucedió, sin embargo, que una noche fueron al Ensalivadero, lugar alejado de la ciudad, umbrío y solitario, al que acuden por la noche en su automóvil las parejitas en trance de febrilidad y que no tienen lo necesario para pagar un cuarto de motel. En el asiento trasero del vehículo Floreta y Leovigildo llegaron hasta tercera base, si se entiende ese símil beisbolístico, y casi se encaminaron hacia el home. Respirando agitadamente por efecto del sensual deliquio le preguntó ella a su galán: “¿Cuánto dinero te dije que deberías juntar antes de casarnos?”. “Un cuarto de millón” -respondió él, también ardiendo en amorosa calentura. “¿Y cuánto has reunido?”. “500 pesos, al último de enero”. “Casémonos -dijo entonces Floreta acezando de pasión-. Total, ya no te falta mucho”. Llorosa, contrita, afligida, tribulada y compungida, si bien no necesariamente en ese orden, la joven Dulcibel les informó a sus padres que estaba in the family way, según dicen los americanos; enferma de gustos pasados, expresión del norte de Coahuila; o sea embarazada. “¿Cómo?” -exclamó consternada su mamá. “Ya sabemos cómo -declaró secamente el genitor-. Lo que necesitamos saber es de quién”. En el BarAhúnda el labioso galán le preguntó a la atractiva dama: “¿Cuántas copas se necesitan para ponerte beoda?”. Replicó ella: “Con tres tengo. Pero no me llamo Beoda”. (No le entendí). A su regreso de la luna de miel dos recién casadas compartieron sus respectivas experiencias. Contó una: “Mi novio manejó todo el día. Al llegar a la suite nupcial se echó en la cama y se durmió al segundo”. Dijo la otra: “El mío también se durmió, pero al tercero”. FIN.