Don Cucurulo vio una película porno y no le gustó nada. Comentó enojado: “En 10 minutos ese tipo ha tenido más sexo, mejor y más variado que el que tuve yo en toda mi vida”. La señora revisó la boleta de calificaciones de su hijo. El chiquillo había reprobado todas las asignaturas, incluso Educación Física, Talleres y Moral. Le dijo: “¡Ah! ¡Eres igual de irresponsable y vago que tu padre!”. “¡Oye! -protestó el señor-. ¡Yo no soy vago ni irresponsable!”. Replicó la mujer: “Nadie está hablando de ti”. Mis abuelos decían cuando una serie de malos sucesos se abatía sobre ellos: “El diablo anda suelto”. Seguramente había en mi mente de niño algunos tintes de heresiarca, porque a esa tierna edad albergaba ya dudas teológicas. Me preguntaba cómo era posible que Dios, cuyo poder es infinito, dejara que su enemigo anduviera por ahí jodiendo gente. Del mismo modo me inquietaba que el Señor permitiera la existencia de dos seres malvados y malditos por igual. Uno era Adolfo Hitler; el otro, nuestro profesor, que se solazaba al levantarnos en vilo tomándonos por los cabellos de las sienes. Mi heterodoxia era activa y militante. Tiré a la basura la revista “El Mensajero del Corazón de Jesús” cuando festejó la muerte de Emilio Salgari, merecedor de su trágico fin, decía el articulista, por haber envenenado el alma de sus pequeños lectores con fantasiosos relatos acerca de piratas, corsarios y otros seres de vida poco edificante. Ese juicio me indignó, pues el autor de “El tigre de la Malasia” era, con Julio Verne, mi escritor favorito. Si me apresuraba a hacer la tarea del colegio era sólo para poder seguir leyendo los desaforados hechos del Corsario Negro o las andanzas submarinas del misterioso capitán Nemo. La única explicación, entonces, que hallé para entender la inquina con que el autonombrado heraldo del Sagrado Corazón veía a Salgari fue que el diablo andaba suelto, pues así se explicaban mis mayores todos los males que sobre ellos se abatían. No uno, sino dos demonios han hecho daño a México en estos tiempos últimos. Uno es Trump; el otro es quien fue siempre su muy atento y seguro servidor, AMLO. Aquél regresó; éste no se ha ido, y ambos han puesto a nuestro país en estado de indefensión ante las arremetidas del desquiciado presidente gringo. Nunca he usado ese vocablo despectivo, “gringo”, para aludir a los norteamericanos, pues a pesar de los agravios que nos han inferido admiro los innegables méritos históricos de la nación que durante mucho tiempo fue baluarte de libertad y democracia. Ya no lo es. Gobernado por un demencial sujeto como Trump el país del norte tiene ahora más de un parecido con el Tercer Reich del Führer nazi. Pobre México el nuestro, con dos diablos sueltos y el país atado a un régimen que ha destruido las leyes y las instituciones. Cuco Sánchez se adelantó a su época al decir: “Yo si he sabido ni nazco”. Doña Frigidia no era sexualmente activa. Nada más se ponía. Actuaba como la Reina Victoria, que cuando el príncipe Alberto, su consorte, la requería como esposa cerraba los ojos y pensaba en Inglaterra. A fuer de historiador veraz diré que el que debía cerrar los ojos era Alberto, pues su real cónyuge no era precisamente una ganga. Vuelvo al relato que arriba comencé. El marido de doña Frigidia le dijo en el momento del amor: “Me casé contigo para toda la vida, pero debes mostrar alguna”. “Dos cualidades me gustan de ti -le expresó la ensoñadora chica a su galán-. Tu romanticismo y tu espiritualidad. ¿Qué dos cualidades son las que te gustan más de mí?”. Sin vacilar respondió el novio: “Estás sentada sobre ellas”. FIN.