Juro solemnemente que lo que en seguida voy a relatar es cierto. Hago esa jura porque hay quienes piensan que las historias que aquí narro no tienen nada de verídicas o históricas, y sí bastante de ficticias o fantásticas. Mucho me gustaría que tal aserción fuese verdadera, pues eso probaría que tengo la espléndida imaginación de un teólogo y su formidable poder creador. Lamentablemente no es así. Soy pobre de cacumen, y debo resignarme entonces a cimentar mis textos en lo real. El sucedido que ahora relataré tiene el defecto de que en efecto sucedió, lo cual le confiere el grisáceo color de la verdad. Murió cierto señor. En su sepelio un compadre suyo hizo el elogio fúnebre del desaparecido, que aún no desaparecía por completo, pues estaba de cuerpo presente en la ceremonia. Muy mal habría hecho de no encontrarse ahí, ya que él era el invitado principal al acto. Lloroso, compungido, dijo el orador en su sentida endecha póstuma: “Y aquí está mi comadre, viuda a los 40 años de edad”. Levantó la cabeza la mujer y aclaró: “39”. En otra ocasión el discursante en turno se mostró muy parco en sus encomios al difunto, cuya vida ciertamente no había sido ejemplar. Alguien le reprochó ese laconismo, y él alegó molesto: “¡Es que el muerto no ayuda!”. Caso contrario fue el del lenón que tomó la palabra en el entierro de la prostituta más conspicua del burdel local. Dijo en su alabanza: “Todas las noches se emborrachaba hasta perder el sentido, y al día siguiente se presentaba a trabajar. Podía acostarse con 10 hombres, uno tras otro, en la misma jornada laboral, y robarles a todos la cartera o el reloj. Era capaz de rajarle la cara con su navaja a cualquiera, y no había nadie como ella para los pleitos de cantina”. Una de las compañeras de la finada se llevó el pañuelo a los ojos para secarse las lágrimas y exclamó con lamentoso acento: “¡Qué injusticia! ¡Necesitas morirte para que digan cosas bonitas de ti!”. En Las Vegas pasó a mejor vida un tahúr profesional. Sus colegas fueron a darle, si no cristiana sepultura, si al menos sepultura a secas. Uno de ellos pidió hablar, y comenzó su peroración en tono por demás elocuente y dramático: “¡Nuestro amigo no está muerto!”. Desde atrás se oyó una voz: “Diez a uno a que sí está”. Pues bien: yo apuesto doble contra sencillo a que Trump no enviará de regreso a México al tal Mayo Zambada. Hacer tal cosa, a más de reconocer la irregularidad con que sus jenízaros le echaron el guante al delincuente, debilitaría grandemente la imagen de Trump ante sus electores, a quienes prometió una lucha sin cuartel contra aquéllos a quienes ha llamado terroristas. Alguna vez fui abogado. Si aún lo fuera, y me tocara defender al narco, le aconsejaría declararse culpable para evitar la pena de muerte que sin duda un jurado dictaría en su contra en tribunal, y le sugeriría cantar hasta “Rigoleto” para obtener la clemencia de los yanquis, clemencia que tomaría la forma de prisión perpetua. ¿Repatriación? ¿Extradición? Como dijo uno de mis personajes: Estaca Brown. El padre Arsilio estaba confesando a una mujer casada. Le preguntó, severo: “¿Le has sido fiel a tu marido?”. Respondió ella: “Con toda el alma”. El señor cura, conocedor de la naturaleza humana, inquirió suspicaz: “¿Y con el cuerpo?”. La esposa de Eroticio acudió a la consulta de un terapeuta sexual. Le confió: “Mi marido no me da reposo. Si me acuesto boca arriba se me sube; si me acuesto sobre el costado izquierdo me asalta por ahí, e igual me asedia si me tiendo sobre el costado derecho”. Le sugirió el especialista: “Acuéstese bocabajo”. “¡Ah! -exclamó la mujer-. ¡Qué bien se ve que no conoce usted a Eroticio!”. FIN.