Doña Panoplia, nueva rica, visitaba la galería de arte. Un guía le mostraba los cuadros. “Éste es un Monet... Éste, un Renoir...”. “Y éste -señala doña Panoplia con tono de sabihonda- indiscutiblemente es un Picasso de la época cubista”. “No, señora -le informó el guía, apenado-. Es un espejo”... Eran dos hermanas, célibes y de otoñal edad, de apellido Eladas. Cierto día llamó a su puerta un guapo joven.
Les preguntó: “¿Están las señoritas Eladas?”. “Sí -respondió una de ellas, melosa-. ¿Podría usted hacernos el favor de deshelarnos?”... Don Eglogio, rico hacendado, le dijo a su compadre y amigo don Bucolio: “Pienso que mi esposa me está engañando con un criador de gallos de pelea. Abajo de mi cama encontré plumas”. “No piense eso, compadre -lo tranquilizó el otro-. Si las cosas fueran como usted dice mi mujer me estaría engañando con un caballo. El otro día encontré abajo de mi cama un charro”... Para hacer frente a la falta de empleo y a la desocupación reinante se busca atraer inversiones extranjeras, y se ofrecen estímulos diversos a la gran industria. Eso está bien, pero mejor sería apoyar a la mediana y pequeña industrias, y aun a la mínima, esas fábricas con unos cuantos operarios; esos modestos talleres, casi familiares, que constituyen un valioso recurso nacional en el cual rara vez se piensa, y que casi siempre es olvidado por el sector gubernamental. Es ahí, en esos sitios de trabajo en los cuales la mano de obra no ha sido sustituida todavía por la máquina, donde muchos mexicanos y mexicanas podrían hallar una oportunidad. Lo que sucede es que los programas oficiales se diseñan pensando más en los capitales que en la gente, y entonces los medianos y pequeños industriales no reciben estímulos para seguir realizando su trabajo, y para crecer más. Vengan enhorabuena recursos del extranjero, y reciban apoyo las grandes empresas nacionales en esta hora de dificultad. Pero no olviden los gobiernos a esos cientos de miles de esforzados mexicanos, los medianos, pequeños y más pequeños industriales, que podrían generar empleos para quienes han perdido el suyo, y para los numerosos jóvenes que llegan a eso que indebidamente se llama “mercado del trabajo”, pues el trabajo no es una mercancía, sino una extensión del hombre, y una de sus más dignas manifestaciones... Doña Jodoncia le comentó a su vecina: “Mi marido es un tonto. Lo envié a comprar una barra de pan. Te apuesto a que va volver sin ella”. Poco después regresó don Martiriano, el esposo. Le dijo a su señora: “No vas a creer lo que me sucedió. Al salir me encontré en el corredor con la vecina del 14, esa mujer que tiene enhiesta grupa de potra de los arábigos desiertos; busto como las cúpulas de las mezquita de Bagdad; cintura de odalisca, de ésas que sacian con sus besos la sed de amor de los beduinos que tornan al aduar, y piernas marfilinas como las altas columnas del templo de Isis en Egipto”.
(Nota: El lenguaje de don Martiriano provenía de antiguas lecturas de la revista sicalíptica “Vea”). Continuó su narración el señor: “Sin decir palabra, la hermosa dama me tomó de la mano y me introdujo en su departamento. Llevóme a su alcoba, y ahí me incitó y excitó de tal manera que sentí renacer en mí los amorosos bríos de la pasada juventud. Una y otra vez la tomé en mis brazos y la hice mía, hasta quedar los dos ahítos de placer sensual. Después, siempre en silencio, la mujer me hizo vestirme, y de la mano me trajo otra vez hasta mi puerta. Y aquí estoy, sin poder creer todavía que ese inefable sueño de amor fue realidad”. Doña Jodoncia se volvió hacia su vecina. “¿Qué te dije? Al muy tonto se le olvidó traer el pan”... FIN