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De política y cosas peores

ARMANDO CAMORRA

Mi casa fue hecha a mi medida: es muy pequeña.

Apenas cabemos en ella un poco de sol, un poco de aire y un poco de yo. Todo lo que hay en sus habitaciones es sencillo: los muebles, los cuadros, los objetos de todos los días, es decir de todos los años, de toda la vida. Dos lujos tiene únicamente aparte de la biblioteca, que contiene todo el mundo. Son un librero de madera de olmo y un busto de Dante labrado en mármol blanco. Ambos fueron herencia que para la amada eterna y para mí dejó en su testamento el tío Refugio. Católico devoto era él, conspicuo Caballero de Colón. Optometrista de oficio, dueño de la joyería, relojería y óptica “La Perla”, por la calla del Padre Mier, en Monterrey, se condolía de que todos los que le pedían que les graduara lentes le dijeran: “Es que no alcanzo a ver los títulos de las películas”, y nadie nunca le dijera: “Es que no alcanzo a ver al padre en misa”. Sufrió duros quebrantos de la vida antes de recibir el alivio de la muerte, pero los recibió siempre con el ánimo sereno que la fe y la esperanza dan. Su carácter era bondadoso y apacible, aunque a veces se exasperaba por nimiedades, como cuando discutía con mi papá acerca de cuál de las dos cuestas era más pesada en la carretera Saltillo-Monterrey, la de los Muertos o la de Carvajal, o la celebrada ocasión en que vimos pasar por el cielo del rancho una bandada de aves verdes, y decretó él en tono de magister: “Son guacamayas”. “No -se atrevió a contradecirlo un sobrino adolescente-. Son cotorras”.

“¡Ah! -profirió él, indignado-. ¿De modo que el jovencito pretende saber más que yo?”. Esa frase quedó para siempre en la familia, y todavía la usamos cuando alguien niega lo que afirmó otro. La muerte del Papa Francisco, además de entristecerme, me trajo a la memoria al tío Cuco. Él no decía nunca: “el Papa”. Decía con unción y reverencia: “el Santo Padre”. Narraba una y otra vez la anécdota del ateo que en la basílica de San Pedro cayó de rodillas al escuchar las palabras del Pontífice y llorando pidió la gracia del bautismo. Con el fallecimiento de Francisco el mundo católico pierde a un buen Papa, y el mundo todo pierde a un hombre bueno.

Desde su elección me gustó el nombre con el cual quiso llamarse. Profeso la religión católica, aunque desde un rincón plagado de heterodoxias y de dudas. No entiendo, por ejemplo, algunos rasgos de Jesús: su maldición a la higuera estéril; sus iracundos latigazos a quienes comerciaban en el templo -muchos lo hacen todavía-; la vez que dijo con dureza: “Yo no tengo padres ni hermanos”. San Francisco de Asís, en cambio, amó por igual a todas las criaturas, y tuvo como hermanos al sol, a la luna, al agua, al fuego. Esa bondad y mansedumbre, lo mismo que el espíritu cristiano de perdón, encarnaron en la persona del Papa Francisco, quien condujo a su grey al mismo tiempo con la prudencia del pastor que no inquieta su rebaño y con la valentía del que busca nuevos caminos para apacentar su grey. La gente de cine tiene extrañas premoniciones. La reciente aparición de la película “El cónclave” le da nueva actualidad, y su relato sobre la elección papal dará mucho de qué hablar en estos días. Desde mi rincón espero que la iglesia de mis abuelos y mis padres -y de mi tío Refugio- se renueve, para lo cual necesita removerse. Que haga optativo el celibato sacerdotal; que permita el acceso de la mujer -su mejor parte- a todas las funciones eclesiales. Si tal hace, pienso, no sólo sobrevivirá a la indiferencia y deserción que la amenazan, sino además vivirá plenamente su calidad de católica, es decir de universal. FIN.

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