Veo la frase “detenerse a leer” y pienso que es una forma precisa de expresar que no es un pasatiempo sino una manera de recuperar el tiempo, de prestar atención. Irene Vallejo describe esta sensación con deslumbrante sencillez en su Manifiesto por la lectura, donde celebra ese “milagro trivial” que es el acto de leer.
“Los veintiséis signos del alfabeto… se convierten en una puerta de entrada que da a otros siglos, a otros países, a multitud de seres”, escribe Marguerite Yourcenar (en un epígrafe inicial en el mismo manifiesto de Vallejo). Y refleja algo que me gusta responder cuando me preguntan que para qué sirve la lectura. Aunque quisiera responderles como Hebe Uhart cuando le preguntan que para qué sirve la literatura. “Para nada —dice—, como el amor”. Responder que para nada sería un modo de protestar el hecho de que a toda actividad le queramos extraer un beneficio, y a veces la inutilidad abarca lo más disfrutable.
Escucho decir que leer mejora el vocabulario, la autoestima, la expresión oral y más. No lo sé de cierto. De lo que sí estoy segura, retomando la cita de Yourcenar, es de que los libros expanden la vida. Nos permiten vivir muchas existencias sin abandonar la nuestra. Nos llevan a territorios que no sabíamos que existían y, a veces, nos hacen volver distintos.
Además de expandir la vida, leer es una forma de resistencia ante la dispersión y la cultura del clic. Siguiendo con el manifiesto de Vallejo: “Los relatos nos ayudan a sobrevivir. Las palabras son un hechizo cargado de futuro”. Así como Sherezade salvaba su vida contando historias, nosotros también buscamos abrigo en las narraciones. Desde el Quijote hasta la pastora Marcela, desde la niña del Cantar de mio Cid hasta el lazarillo que ofrece “avisos para vivir”, la literatura nos ofrece un refugio frente al miedo, la soledad o el sinsentido.
Sigamos celebrando el Día Internacional del Libro. Celebremos, sobre todo, una herencia colectiva: la capacidad de soñar, de imaginar, de dar sentido al mundo a través de las palabras. “Somos la única especie que explica el mundo con historias, que las desea, las añora y las usa para sanar”. Nuestra fragilidad —dice Vallejo— no nos impidió imaginar lo imposible: los vuelos de Ícaro, los viajes del Nautilus, las lunas de Luciano, el Apolo XI.
Leer, en última instancia, es también cuidar. Cuidar la memoria, la imaginación, la empatía. Un libro no es solo un objeto: es una conversación infinita, un faro en la tormenta, una promesa de que no estamos solos. En los márgenes de las páginas seguimos encontrando sentido, belleza y consuelo.
Leamos, aunque el mundo corra.