Buena parte de la complejidad que enfrentamos hoy tiene que ver con cinco dilemas que involucran las causas que activan tendencias, movimientos e ideologías. En los últimos años, la disconformidad con el orden mundial basado en reglas liberales ha proliferado. Y no es sólo porque estados como Rusia desafían abiertamente dicho orden. Lo que acusa hoy Estados Unidos contra Rusia en Ucrania, no es muy diferente de lo que intentó en Afganistán, Libia, Irak, Vietnam, Cuba, etc. Tampoco es tan distinto de lo que Israel lleva a cabo en Palestina con el apoyo de Washington. Pero más allá de las evidentes contradicciones, desde el propio seno de las sociedades occidentales liberales se ha esparcido la desconfianza hacia el orden mundial basado en reglas. El caso más claro es Donald Trump, quien volverá a ser presidente de la primera potencia, ahora en calidad de convicto, y quien no sólo de palabra está dinamitando la gobernanza internacional diseñada por su país. Uno de los argumentos centrales que utiliza Trump, como la mayoría de los nacionalistas que lo ensalzan fuera y dentro de Estados Unidos, es el de la defensa de la soberanía nacional.
Es curioso, porque justo ese fue el argumento que esgrimieron muchos gobiernos en el mundo durante la segunda mitad del siglo XX para resistirse a acatar las reglas del orden de la postguerra. El que se queja hoy de la gobernanza mundial es el mismo país que imponía las normas a los demás so pena de invasiones o patrocinios de golpes de Estado. En cada estado nacional en donde gobierna o está por gobernar la ultraderecha, la dinamita contra el orden basado en reglas liberales explota de distintas formas. Desde el desacato de lineamientos internacionales hasta la coacción a otro estado, pasando por la eliminación de contrapesos y la supresión de derechos de minorías, el catálogo reaccionario crece.
El argumento de la soberanía nacional, que en esencia no es negativo, está siendo usado como pretexto para cometer atropellos y para reconfigurar las relaciones internacionales dentro de nuevos esquemas de subordinación. Si alguna vez se aspiró, aunque sea en el papel, a que todos los estados nacionales gozaran de los mismos derechos y se hablaran de tú a tú, hoy abiertamente se promueve el ejercicio del poder, incluso militar, para que las grandes potencias obtengan lo que esperan de otros países. Es, recordando a Jacques Pirenne, una nueva era de los imperios. En ese sentido, los grandes poderes económicos estatales reclaman para sí sus espacios de influencia vitales: Rusia con el espacio exsoviético, China con el Sudeste asiático y el Mar Meridional, Israel e Irán con el Levante, Turquía con el Egeo y Estados Unidos con América del Norte y Central.
La globalización económica fue concebida para permitir que los grandes capitales radicados originalmente en Occidente pudieran migrar hacia territorios con costos productivos más baratos para obtener una mayor rentabilidad. Para que ello ocurriera, los estados receptores de capital debían someterse a las reformas que dictaba el Consenso de Washington. En esos momentos la defensa de la soberanía nacional como argumento para frenar la aplicación de dichas reformas resultaba estorbosa. En el presente son potencias desarrolladas, como Reino Unido y Estados Unidos, las que, en nombre de la otrora indeseable soberanía nacional, cuestionan la globalización neoliberal diseñada y dictada como evangelio por el tándem Reagan-Thatcher, y de la que se ha beneficiado China. Decidieron echar abajo la escalera que usaron para ascender. Pero no es la única disonancia.
Además de despertar las ansias reaccionarias y nacionalistas en los gobiernos y las sociedades que la propagaron, y de ahondar la brecha entre unos cuantos ricos cada vez más ricos y una masa inmensa de trabajadores crecientemente precarizados, la globalización económica ha significado una presión extraordinaria para el medio ambiente. El cuadro nos es familiar: cadenas de suministro, producción y comercio de alcance mundial; proliferación de la aviación; automovilización de las ciudades; expansión de las sociedades de consumo; multiplicación de la basura no degradable; ganadería intensiva, etc. Si bien el calentamiento global antropogénico tiene su causa principal en la revolución industrial iniciada en Inglaterra hace dos siglos y medio, sabemos que la globalización multiplicó sus efectos negativos. Por primera vez, en 2024 se registraron durante los 12 meses del año temperaturas promedio superiores en 1.5 ºC a las registradas durante la era preindustrial. Es decir que el límite máximo al que no debíamos llegar según el Acuerdo Climático de París, fue superado. Los incendios en Los Ángeles, sin precedentes por su magnitud, son apenas una muestra de las consecuencias del cambio climático.
Hay quienes ven en las nuevas tecnologías una solución a la crisis ambiental. Creen que si avanzamos lo suficiente en el desarrollo tecnológico, resolveremos el desafío ecológico con nuevas herramientas. El problema con esta visión es que parte del desajuste del ecosistema planetario se debe precisamente a la producción de las nuevas tecnologías. Por ejemplo, la reciente irrupción de las inteligencias artificiales generativas necesita de cantidades ingentes de energía generada a partir de combustibles fósiles. Requiere también de enormes volúmenes de agua y del uso de minerales y tierras raras, cuya extracción se realiza, la mayoría de las veces, en condiciones poco sostenibles. Además, la industria tecnológica genera un cúmulo de desechos eléctricos y electrónicos que en muchos países no están bien gestionados. La contradicción nos explota en la cara: queremos resolver la crisis climática con la misma tecnología cuyo desarrollo ha contribuido en buena medida a generarla. Debemos ser honestos: no hay hasta ahora una revolución industrial ecológica.
Pero la revolución tecnológica no sólo representa un desafío para el ecosistema planetario. También lo es para un sistema de gobernanza mundial de reglas mínimas de convivencia entre estados. Si en el pasado estos eran los depositarios casi exclusivos de las facultades de organización social, seguridad, defensa y sanción, hoy las empresas tecnológicas emergen como auténticos poderes con sus propios intereses geopolíticos. Es una tecnoligarquía que impone reglas extraestatales en sus ecosistemas, negocia con gobiernos e, incluso, los infiltra, como el caso de Elon Musk con Trump 2.0. Las compañías que pertenecen a esta nueva élite tecnócrata tienen más poder económico y político que la mayoría de los países del orbe. No falta mucho para que cuenten con sus propios ejércitos privados que no responderán a las reglas emanadas de una asamblea de soberanías populares, sino a las suyas propias. Así, terminamos donde comenzamos el ciclo de los cinco dilemas para el segundo cuarto del siglo XXI.
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