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Dos momentos

LUIS RUBIO

ÁTICO

AMLO y Sheinbaum vienen del mismo partido, pero sus historias son muy diferentes; ella deberá definirse sobre EU de manera cabal.

Dos momentos muy diferentes caracterizan al tiempo reciente. Uno es el de AMLO y lo que él representó. El otro es el de Claudia Sheinbaum. Aunque provienen del mismo lugar en los últimos años, de Morena en lo específico, sus historias son claramente distintas. El movimiento que AMLO encabezó fue, en palabras de Fernando Escalante, "una gran ofensiva de la clase política contra el Estado". El segundo es el del gobierno actual, cuyo origen ya no se remite a alguna de las corrientes del priismo del siglo XX, sino a la izquierda que emergió con el movimiento estudiantil universitario en los ochenta y que eventualmente se fusionó con la izquierda "histórica" en lo que acabó siendo el PSUM. Aunque un gobierno surgió del otro y se empeña en perseverar en el proyecto del antecesor, su esencia es diferente y tendrá consecuencias distintas. Sin embargo, en lugar de liderar hacia un gran futuro, ambos han sucumbido a lo que Román Revueltas denomina como el "pedestal a una recia e innegociable mexicanidad".

Como "hijo" del priismo, AMLO se abocó a concentrar el poder presidencial y a conferirle preeminencia al gobierno como factor de cambio en la sociedad. Su proyecto era fácilmente identificable como derivado del nacionalismo revolucionario, una de las dos grandes ramas del PRI en sus orígenes. Los priistas tuvieron siempre la convicción de guardar las formas, modificar -pero jamás anular- el statu quo y, por encima de todo, preservar la estabilidad política. La materialización de esa visión residía en el crecimiento económico como factor tanto de desarrollo como de estabilidad, valores que AMLO optó por subordinar a la construcción de un sistema clientelar, con obvios beneficios tanto políticos como electorales, pero a un costo monumental para la estabilidad y para el futuro. Donde varió respecto a la tradición de su partido de origen fue en su desprecio por las formas y las instituciones. Mientras que sus predecesores cuidaban el discurso y le hacían caravanas a las instituciones (aunque violaran sus reglas en lo obscurito), él se abocó a concentrar el poder en su persona, a diferencia de la presidencia. Quizá más trascendente, todo su gobierno se abocó a minar, si no es que a destruir, el legado de lo que él caracterizó como "neoliberalismo", el proyecto económico que sacó al país del hoyo desde los ochenta y que condujo, de manera indirecta, a la liberalización política de los noventa en adelante.

En sus primeros meses como presidenta, Claudia Sheinbaum ha perseverado en el camino marcado por su predecesor, pero ha ido mostrando diferencias significativas. Primero que nada, por personalidad, historia y formación, es lo más distante al viejo priismo que los mexicanos hemos conocido. Mientras que sus predecesores panistas siguieron rindiendo pleitesía a las formas del viejo sistema, ella le ha imprimido su propio estilo desde el primer día, comenzando por la reverencia a su predecesor, algo desconocido en la historia política previa. En segundo lugar, a diferencia de AMLO, ella no sólo comprende la importancia del crecimiento económico para atacar la pobreza y la desigualdad, dos valores centrales de su proyecto, sino que está empeñada en encontrar la forma de acelerarlo. Su estrategia para lograrlo (presupuestaria, retórica e institucional) puede contradecir ese propósito, pero me parece que no hay la menor duda de su convicción al respecto, como, además, ilustra su dedicación a lidiar con Trump. En tercer lugar, su estrategia de seguridad reconoce de facto no sólo el enorme déficit que le dejó su predecesor, sino el brutal costo que tuvieron los famosos abrazos, que acabaron siendo un incentivo para la consolidación del crimen organizado en diversas regiones del país y sectores de la economía. Finalmente, ha sido explícita en su convicción de que el gobierno tiene la responsabilidad de no sólo conducir el desarrollo del país, sino regularlo y ser el factor central en ese proceso a través de las empresas públicas. O sea, la suya es una izquierda de convicción, no de conveniencia como la de su predecesor.

Claramente, no son visiones irreconciliables, pero sí muy distintas. Ambas privilegian al gobierno sobre el mercado y a las empresas públicas sobre la inversión privada. También, ambas comparten un dejo antigringo, independientemente de que, en su lado racional, reconozcan la necesidad (o inevitabilidad) de preservar tanto el arreglo comercial con Norteamérica como una relación funcional con los estadounidenses. Paradójicamente, en muchos sentidos, ambos asumen mucho del carácter tradicional del mexicano.

Román Revueltas lo argumenta sin desperdicio: "A México no le termina de gustar Occidente. Tampoco le encanta la modernidad. Se solaza, eso sí, en la permanente evocación de un pasado mítico, local de necesidad y obligadamente autóctono". Revueltas plantea el dilema central que enfrenta el país desde una perspectiva antropológica: "El trasnochado victimismo de nuestra gente, inculcado tempranamente en las escuelas y aderezado del correspondiente resentimiento, ha hecho que florezca un extraño repudio a nuestros vecinos del norte".

AMLO navegó sin comprometerse; ahora, en la era de Trump, México está teniendo que definirse de manera cabal: hacia el futuro o hacia el pasado. La presidenta tendrá que optar.

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