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El caso Vargas Llosa

JORGE VOLPI

Vargas Llosa es el siglo XX latinoamericano. O, más bien, el tránsito de su segunda mitad al primer cuarto del XXI. Ni siquiera sus más cercanos compañeros de generación, Fuentes o García Márquez, y menos aún Donoso, Cabrera Infante, Cortázar o Edwards, encarnan sus mutaciones de manera tan profunda. Si ninguna de sus obras se convirtió en una metáfora ubicua de su lugar y de su época -lo intentó una y otra vez en decenas de libros admirables, lo cual acaso sea lo más admirable, sin jamás arrebatarle esa posición única a Cien años de soledad-, su vida, tanto privada como pública, lo convierte en el mejor protagonista de esa ambiciosísima novela que escribió al confrontarse una y otra vez con los dilemas de su era.

Estuvo cerca del comunismo -y quedó marcado por la polémica y el compromiso-, coqueteó con las ideas revolucionarias y, tras romper con Cuba, se acercó a la socialdemocracia, si bien a partir de allí emprendió un camino sin retorno hacia el liberalismo clásico que al final de sus días se confundió con frecuencia con el neoliberalismo -y el populismo de derechas- de sus postreros aliados. Desde joven optó, en la estela de Sartre -de allí el apodo que recibió en esos años-, por una existencia quijotesca: se dejó enloquecer por los libros, tanto aquellos que leía como los que escribía sin descanso, hasta convencerse de que era capaz de transformar la realidad con sus ficciones mientras construía una deslumbrante Comedia latinoamericana.

Carlos Fuentes, quien pese a los vaivenes del tiempo nunca dejó de considerarse su amigo, me dijo que Vargas Llosa era el más radical de sus colegas, lo mismo como comunista que como ultraliberal. En la plaza pública, no admitía matices: como buen marxista -o antimarxista-, siempre consideró que defendía la verdad y que los demás estaban sin duda equivocados. Para un novelista que fue maestro de los grises y las ambigüedades, estas no existían en la política. Su vida pública siguió esta premisa autoritaria -por más que detestara a los autoritarismos-: llevar sus convicciones hasta sus últimas consecuencias hasta transmutarlas en dogmas. Por eso su camino de Damasco -el momento en el que, por cierto después de Fuentes, abominó de la Revolución Cubana- lo llevó a denunciar con firmeza a sus antiguos correligionarios.

A continuación, él, que era un feroz crítico del poder, decidió abrazarlo. Su fallida aventura presidencial dio origen a uno de sus mejores libros, El pez en el agua, mientras la derrota radicalizó su furia hacia todo lo que a partir de entonces identificó con la izquierda, cualquier izquierda. Así empezó a apoyar a políticos que ya nada tenían de liberales: Bolsonaro, Milei, Kast o incluso Keiko Fujimori. Su argumento, tan típicamente comunista, de aliarse con los enemigos de sus enemigos, lo asoció con figuras cuyas ideas le resultaban tan abominables como las de los castristas que ensalzó en su juventud.

Su vida amorosa fue igual de novelesca: una serie de dramas familiares lo llevaron de su tía a su prima y, de allí, al deslumbramiento con una mujer que representaba lo que siempre dijo desdeñar: la frivolidad capitalista. Pero aun así fue fiel a sí mismo: una vez convertido en apasionado adalid de los mercados, terminó por experimentar la condición de artículo de lujo. Así lo contemplamos en sus lastimosos años finales, convertido en una marca posicionada con los más burdos parámetros de la publicidad.

En un punto Vargas Llosa fue, sin embargo, ejemplar: al modo de Dostoievski, quien a su regreso de Siberia se convirtió en rusófilo y antioccidental, él tampoco permitió que sus prejuicios deformaran a sus personajes o empañaran sus tramas. Incluso al final de sus días, en Tiempos recios, se filtra la simpatía del novelista hacia el socialista Jacobo Árbenz, algo que como intelectual jamás se habría permitido. Allí reside su grandeza: de La ciudad y los perros a Le dedico mi silencio, Vargas Llosa urdió brillantes ficciones políticas que jamás dejaron de ser polifónicas y en las que la libertad del novelista triunfó sobre las prisiones ideológicas del autor.

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