El Cristo de Velázquez es un cuadro, pero también es un poema, o más bien, varios poemas. Hago la presente afirmación basado en el hecho de que las artes se cruzan unas con otras en unos caminos siempre felices para quienes tenemos gusto por ellas. En este caso, podemos contemplar la pintura hecha por el maestro Diego de Velázquez y disfrutarla junto con dos poemas sobre esta pintura, escritos por Miguel de Unamuno y José María Gabriel y Galán.
El cuadro de Velázquez es un lienzo de 2.48 por 1.69 m., lo que nos hace ver que es de tamaño natural. Lo primero que podemos apreciar de este crucificado es que tiene cuatro clavos y no tres, como suele verse en otras crucifixiones más clásicas, y creo que esta circunstancia fue plenamente consciente, porque lo último que pretendió Velázquez con su Cristo era hacerlo parecer sufriente, es decir, destierra todo expresionismo de su pintura y nos muestra un Jesús noble, sereno, "como conviene a la soberana grandeza de Cristo Nuestro Señor", según descripción de Lucas Tuy, contemporáneo del artista.
A diferencia de otras crucifixiones en las que se resalta el dolor y el sufrimiento por los pecados de los hombres, como sucede en la de Matthias Grünewald, Velázquez prefirió destacar la dignidad y la entereza de Cristo ya muerto en actitud solemne. Alrededor de su cabeza apreciamos un halo de luz proveniente de la misma figura, cuyo rostro ilumina el espacio y no al revés como sucede en la mayoría de las pinturas. Velázquez nos presenta a Cristo en una apariencia ambigua entre la crucifixión y la resurrección, pues los tonos claros de la piel, la escasa sangre y su actitud serena, casi triunfante, nos hace verlo muy cerca de su resurgimiento del sepulcro, más que en una patética muerte por tormentos indecibles. La mitad derecha del rostro está cubierta por el pelo, y hace invisible esta parte de la anatomía. No falta quien haya afirmado que Velázquez se sintió muy satisfecho cuando terminó la primera mitad del semblante, y pensó que cualquier imperfección pintada en la parte faltante echaría a perder todo el cuadro, por eso prefirió ocultar con la cabellera la mitad aún no ejecutada.
Es una pintura que nos mueve a reflexión, así lo han hecho algunos poetas, como Miguel de Unamuno y José María Gabriel y Galán. El primero contempla a Jesús en la cruz, el segundo nos refiere valores de la pintura y de su autor.
Al igual que Velázquez, Unamuno apunta hacia la resurrección en su poema, resalta la blancura de Su piel, que es prefiguración de la nueva vida que tendrá ya resucitado el ahora crucificado, además se incluye a sí mismo, es decir a toda la humanidad, en la resurrección de Nuestros Señor. Don Miguel contempla al Redentor en la cruz a través de la imagen. Sus reflexiones nos recuerdan al Cristo de la fe, pero también a la figura de Cristo pintado por Velázquez. Gracias a Jesús crucificado, para Unamuno y sus lectores, la muerte es "el amparo dulce que azucara los amargores de la vida", metáfora disémica sublime que el poeta nos presenta para que percibamos un fenómeno profundamente afectivo más que cognitivo o intelectual. Hermoso poema el de Unamuno; lo invito a que mañana, viernes santo, lo lea y lo disfrute al margen de mi torpe apreciación, y cuando lo haga, no deje de contemplar, alternativamente a la lectura, el cuadro realizado por Velázquez.
José María Gabriel y Galán nos hace ver cómo fue posible que Velázquez ejecutara una obra así de sublime, y nos recuerda que solamente el amor que el pintor le tenía al Redentor es la causa eficiente, y no solamente ejemplar, de esta ejecución artística tan elevada. Gabriel y Galán, al igual que Velázquez, no ve al Cristo sufriente y sangrante, sino al cordero y dulcísimo mártir clavado en el leño. Según el poeta referido, Jesús no es una víctima a secas, sino Dios y mártir a un tiempo, como vemos que lo pintó Velázquez. También le recomiendo la lectura del poema, mañana o cualquier otro día, para su apreciación completa, sin los prejuicios de un desmañado y mal informado crítico.