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Jorge Volpi

El enemigo

JORGE VOLPI

Los inmigrantes envenenan la sangre de nuestro país. Los inmigrantes ilegales van a cortarles el cuello a los estadounidenses comunes en sus propias casas. Los inmigrantes no son civiles. No son humanos, son animales. Es una invasión de nuestro país. Una invasión que quizás ningún país ha visto antes. Vienen por millones. Veinte millones de inmigrantes, muchos de ellos provenientes de cárceles, de prisiones, de asilos mentales. De manicomios, es cosa de El silencio de los corderos. Tenemos una nueva forma de crimen, el crimen inmigrante. Vamos a devolverlos a los lugares de donde vinieron. Llevaré a cabo la más grande deportación doméstica en la historia de Estados Unidos.

-Es la invasión de Europa. No queremos una Europa islamizada. Quien quiera venir, que respete nuestras costumbres. La inmigración daña los valores cristianos. Son un veneno para Europa. Exigimos la expulsión inmediata de todos los inmigrantes que hayan entrado ilegalmente en España y de los legales que cometan crímenes. Si alguien asalta nuestra frontera o entra de manera ilegal, hay que decirle, ¿atrás o plomo? Si decide continuar hacia adelante, hay que aplicarle el plomo.

No civiles. Animales. Veneno. Plomo.

Los párrafos anteriores suman distintas declaraciones de políticos estadounidenses y europeos: Donald Trump, Marine Le Pen, Giorgia Meloni, Viktor Orbán y Santiago Abascal, repetidas una y otra vez por sus simpatizantes. Frases que replican miles de cuentas en redes sociales, en particular de X, siempre con un objetivo común: inventar un enemigo a quien echarle la culpa de todos los males que agobian a sus países y al planeta en su conjunto. Uno de los recursos retóricos favoritos de los demagogos: transformar a los más débiles -esa abrumadora mayoría de personas que abandonan sus patrias a causa de la desigualdad o la violencia y que están dispuestas a sortear los mayores obstáculos y peligros en busca de un futuro mejor- en monstruos que pretenden arrebatarles sus trabajos, sus costumbres o sus mujeres, o violar, robar y asesinar a los infortunados locales.

El mecanismo se sustenta en una de las inversiones morales más perversas posibles: convertir a las víctimas en verdugos a partir de un conjunto de ficciones criminales. No vivimos en una época dominada por el relativismo moral o las fake news, sino por mentiras convertidas en dogmas con tintes religiosos: si un líder, el líder que me representa, el líder que me defiende -que defiende nuestra comunidad y nuestra identidad: otras ficciones- afirma que los inmigrantes son los culpables de mi frustración o mi desgracia, entonces no hay datos o estadísticas que valgan. Esa es la verdad. Si un poderoso lo decide, otro ser humano se convierte así en un no-humano. En una cucaracha, como definían los hutus a sus vecinos tutsis antes de aniquilarlos a machetazos.

Así como la ficción de que los judíos eran los responsables de cada una de las calamidades de Occidente se extendió como una pandemia -y el resultado fue el Holocausto-, quienes hoy demonizan a los migrantes están consiguiendo que sus patrañas sean abrazadas por millones. Y lo que resulta aún más alarmante: no solo contagian a sus empecinados secuaces en la ultraderecha, sino a políticos de todas las corrientes que, temerosos ante la pérdida de votos, les hacen el juego con leyes o declaraciones semejantes, o sometiéndose a sus dictados, en un espectro que va de la derecha conservadora a la socialdemocracia y que se extiende hasta la izquierda.

La ficción nos vuelve humanos: somos la única especie que se reproduce por medio de narraciones e historias. Con ellas hemos alzado nuestras asombrosas civilizaciones; hemos alumbrado dioses y héroes; hemos imaginado linajes, familias, amistades y amores; hemos concebido la filosofía, la literatura, la ciencia y el arte que nos definen e iluminan. Pero la ficción también ha servido para asentar la inequitativa distribución del poder que prevalece entre nosotros, así como para justificar guerras, genocidios y masacres. A estas debemos oponer, sin tregua y con denuedo, la mayor de nuestras ficciones: la convicción de que todos pertenecemos a la misma humanidad.

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