En agosto de 1967, al recibir en Caracas el premio Rómulo Gallegos, Mario Vargas Llosa lanzaba una definición de su oficio. "La literatura es fuego." Era todavía un defensor de la Revolución Cubana y defendía el arte de la ficción como una rebeldía. Su posición frente al gobierno de Castro cambiaría radicalmente, pero no su idea de la literatura como práctica del inconformismo. El escritor es, por la naturaleza de su ejercicio, un descontento. "Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales." La vocación literaria era expresión del desacuerdo de un hombre con el mundo. "La literatura puede morir, decía, pero no será nunca conformista." Ahí radicaba precisamente su servicio: la novela impedía la parálisis, el reblandecimiento moral. Su propósito esencial era inquietar. El inconforme incomoda. Y advertía también que la severidad en la crítica de un escritor surgía de su vínculo con él. "En el dominio de la literatura la violencia es una prueba de amor."
En La tentación de lo imposible, el magnífico ensayo que dedicó a Los miserables, insiste en la naturaleza subversiva de la novela. Las mentiras del arte revelan al lector las imperfecciones del mundo. No es que enciendan automáticamente el entusiasmo por la acción revolucionaria. Es que implantan ideas y fantasías. "Pensar y soñar sin orejeras es la manera como los esclavos empiezan a ser indóciles."
Mario Vargas Llosa no solamente inventó y recreó muchas vidas en los vastísimos murales de su obra literaria. Vivió él mismo muchas vidas. Fue autor de un manojo obras maestras, intelectual de enorme poder, hombre famoso, personaje de la farándula. Comunista, profesor universitario, candidato a la presidencia, evangelista liberal. Dramaturgo, crítico literario, polemista, soldado, reportero. Hombre de escándalos y osadías, de constancias y abjuraciones. La intensidad personal, artística y política de su vida, sin duda novelesca, condensa en todos esos órdenes las promesas, decepciones, avances, ilusiones y desengaños de los últimos ochenta años de América Latina. Si en su literatura se encuentra la ambición de la "novela total," esa que condensa todo un universo entre sus páginas, ¿no podemos decir que su vida fue también un microcosmos de nuestro tiempo? Una vida que fue exploración de muchos caminos; una vida pública tan intensa como la vida íntima; una disciplina de reloj y una propensión a la aventura, un misionero y un hereje. Sus ilusiones, sus ingenuidades, sus arrepentimientos, sus tropiezos y sus dogmas fueron los de un continente.
La complejidad de su literatura contrasta con la geometría de su juicio político. Para algunos liberales como José Antonio Aguilar, ésa fue su gran aportación. Liberó al liberalismo del aire romántico que tuvo en pensadores como Octavio Paz, quien hasta el último momento fue crítico de los silencios o las miopías del liberalismo. Vargas Llosa no tuvo esas prevenciones: adoptó el pensamiento liberal con furor de converso. De un credo que trazaba la ruta exclusiva a la justicia, brincó a otro, sin que se asentara en su discurso la prudencia moderadora del escepticismo. El sensualista terminó siendo un ideólogo, un convencido de que una sola receta, la competencia, servía para todo y para siempre. El novelista empeñado en mostrar las razones del monstruo y los errores del héroe terminó, en política, como un inflexible. En sus libros, es cierto, se cuidó de advertir que su liberalismo no era dogmático y reconocía que esa doctrina también ha padecido la enfermedad infantil del sectarismo "encarnada en ciertos economistas hechizados por el mercado libre como una panacea capaz de resolver todos los problemas sociales." Y sin embargo, en su acción traicionó la complejidad para adoptar lo binario. El novelista colombiano Héctor Abad le preguntó alguna vez si no creía que, después de romper con la Revolución Cubana, se había acercado demasiado a la derecha. "Puede ser, le contestó Vargas Llosa.
Fue valiente en sus apuestas, en sus rupturas, en sus persistencias. Estuvo dispuesto a navegar contra el viento y la marea, a romper con los suyos, a quedarse solo. Lo sobrevive una obra admirable que se leerá con devoción cuando nadie sepa quién fue un tal Fujimori.