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El Gran Juego

Jorge Volpi

Arrebatarle Groenlandia a Dinamarca y el Canal a Panamá. Insistir en que Canadá debería convertirse en el estado 51 de la Unión. Prometer la mayor deportación de migrantes de la historia y no dudar en llamarlos animales. Reservarles un lugar en el limbo de Guantánamo, emblema del desdén absoluto hacia los derechos humanos. Tratar de eliminar el jus soli consagrado en la Constitución. Abandonar el Acuerdo de París y la Organización Mundial de la Salud. Amenazar a sus dos principales socios comerciales con unos aranceles desmedidos solo para luego colocar sobre sus cabezas una espada de Damocles si no se pliegan a sus caprichos: diez mil elementos de la Guardia Nacional mexicana en la frontera o un zar canadiense contra el fentanilo. Disolver la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional. Acusar a las políticas de diversidad del accidente aéreo en Washington. Despedir a miles de funcionarios por no comulgar con sus ideas, perseguir a quienes lo juzgaron por la asonada del 6 de enero de 2021 y amenazar a quien colabore con el Tribunal Penal Internacional. Eliminar los programas federales de inclusión. Intentar enviar a las mujeres trans en prisión a cárceles masculinas y querer fijar el sexo biológico como único parámetro social. Proponer el desplazamiento forzoso de dos millones de gazatíes y la toma de la Franja para transformarla en un complejo turístico de lujo en el Mediterráneo. Más lo que se acumule en los siguientes días u horas.

¿Un loco en la Casa Blanca? Cada una de estas algaradas parecería confirmarlo: vistas en conjunto, lucen como el más disparatado y errático esfuerzo por quebrantar las reglas escritas y no escritas de la convivencia internacional desde el fin de la Segunda Guerra. Una batería discursiva -y también de acciones directas, no hay que olvidarlo- que lo mismo pretenden desmantelar el sistema de libre comercio internacional que el consenso mínimo sobre derechos humanos, darle la vuelta a la globalización, disolver las recientes políticas de identidad o género y hasta el último resabio del pensamiento woke, destruyendo en el camino el papel que desempeñó Estados Unidos -así fuera siempre contradictorio- como referente de la democracia liberal en el planeta.

Examinadas de cerca, sin embargo, no dibujan solo el proceder de un demente o un idiota, sino una estrategia coordinada que en efecto busca producir el reordenamiento del mundo a partir de una visión autoritaria. Hacia adentro y hacia afuera, para con sus socios tanto como para sus propios ciudadanos, Trump ha optado por una suerte de terapia de choque no muy distinta de las preconizadas por los gurús del neoliberalismo: una andanada de amenazas creíbles que buscan amedrentar y paralizar no tanto a los enemigos históricos de su patria, como cualquier resistencia en su propio campo de influencia. La operación no podría calificarse sino de terrorista. Valiéndose de sus propios métodos empresariales, pretende reducir al margen el campo de acción de todos aquellos que podrían resistirlo: de sus propios funcionarios públicos a sus socios en América o Europa. Que en efecto Estados Unidos se apodere de Groenlandia, Canadá, el Canal y Gaza o que perturbe el conjunto del comercio global parece poco probable -aunque, insisto, no hay que descartar nada-, pero el solo hecho de enunciarlo produce consecuencias palpables. Nunca como ahora las palabras de un líder global resultaron tan performativas: aun si no producen lo que anuncian, sus efectos reales se volverán inevitables en los próximos años.

Lo mismo ocurre con su guerra contra los derechos humanos, los contrapesos institucionales o la diversidad: no es que vaya a conseguir expulsar a todos los migrantes sin papeles o aplastar toda oposición interna, pero la sola posibilidad de enunciarlo -de convertirlo en el centro del discurso- es ya una forma de empezar a hacerlo: un disparo de salida a ese nuevo orden global en el que, como en la Alemania nazi, todos los valores se invierten. Con cada orden ejecutiva, lo perverso se vuelve deseable y lo aborrecible la norma. Si no queremos caer en el siniestro juego trumpiano, debemos empezar por salir de él: no aceptar sus nuevas reglas y desafiar uno a uno sus dichos. Eso -y no la sola contención- será la única forma de sobrevivirlo y derrotarlo.


               
               

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