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El horror, el horror

JORGE VOLPI

En un país cada vez más adormecido frente al horror cotidiano -con nuestras inverosímiles cifras de muertos y desaparecidos, propias de una guerra civil-, de vez en cuando algo consigue multiplicarlo: el número de cadáveres, el paroxismo de la crueldad, el género o la edad de las víctimas -mujeres, personas trans, jóvenes, niños-, como si por fuerza necesitáramos de una hipérbole para despertar. Poco importa que día con día se sumen más y más cuerpos, si en nuestra siniestra economía de la atención no encontramos una noticia que aún pueda revelarse espectacular, no somos ya capaces de fijarnos en la demencia que nos persigue al menos desde el 2006, cuando Felipe Calderón desató la espiral de violencia que, torciendo los hechos, aún llamamos guerra contra el narco.

El redescubrimiento del Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, por parte de un grupo de mujeres buscadoras, se suma a cada uno de esos eslabones -de las dos masacres de San Fernando a Ayotzinapa, pasando por tantas y tantas otras- de los que seguimos valiéndonos para no olvidar que México es un camposanto. Lo más aterrador, sin embargo, no es tanto la espeluznante dimensión de lo ocurrido, cuanto la forma como, una y otra vez, sin importar quién esté en el poder -el propio Calderón, Peña Nieto, López Obrador o ahora Sheinbaum-, se reiteran las mismas excusas para no afrontar la responsabilidad no solo en la comisión de los delitos, sino en la imposibilidad, por parte de un Estado fallido, para hacer justicia.

Cada político promete lo mismo: que no habrá impunidad, que se revisarán los procedimientos, que no volverá a ocurrir, que esta vez sí se llegará a la verdad: un término tan desprestigiado que, cuando se usa, necesita la previa advertencia de eliminar cualquier adjetivo, en particular histórica, puesto que sabemos que, calificada así, equivale a la mentira. A ello se suma, desde los tiempos de López Obrador, otra exculpación perfecta: el objetivo de quienes señalan el horror, el horror no es otro que descalificar al gobierno en turno, como si este nada tuviera que ver con los asesinatos a mansalva o el reclutamiento forzoso que se llevan a cabo en muchas zonas del país.

Resulta abominable escuchar cómo quienes antes dirigían sus dedos flamígeros contra Calderón o Peña por sucesos idénticos, ahora se empeñen en lavarse las manos con declaraciones similares a las de sus antiguos enemigos, mientras estos retoman las de sus viejos rivales, dirigidas ahora contra López Obrador o Sheinbaum: acaso no haya mayor prueba del fracaso absoluto de nuestro país en el combate contra el crimen organizado a lo largo de casi dos décadas que este nauseabundo intercambio de acusaciones. Unos y otros comparten la complicidad institucional con el crimen: en todos los casos, sí, fue el Estado, porque el Estado construido por el PRI, continuado por el PAN y desmantelado o reformado por Morena ha sido y sigue siendo incapaz de resolver cualquiera de estos casos.

Poco importa si en este campo hubo o no hornos crematorios: no hay duda de que allí se cometió un sinfín de atrocidades. Del mismo modo, el solo hecho de que el Cártel Jalisco Nueva Generación supuestamente salga a desmentir su involucramiento -y a exculpar, de paso, al gobierno federal- es prueba suficiente de la catástrofe de nuestro sistema de justicia. De nada servirán las loables medidas anunciadas por Sheinbaum cuando solo el 0.4 por ciento de los delitos que se denuncian son resueltos: un porcentaje que solo empeorará, si acaso eso es posible, ahora que nuevos e inexpertos jueces deban enfrentarse al rezago, la intimidación y al caos provocado por nuestro nuevo y absurdo método de elección popular.

Mientras no se reformen y profesionalicen drásticamente las fiscalías y las policías, la justicia en México seguirá siendo una ficción. Y Teuchitlán solo se incorporará a la nómina de sitios abominables en los que se desplegaron las peores vertientes de la naturaleza humana sin que, en contra de cualquier promesa, vayamos a saber nunca qué fue lo que en realidad ocurrió allí.

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