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Emperador de la conmoción

JESÚS SILVA HERZOG

El mismo recinto que sus milicias asaltaron hace cuatro años sirvió de escenario para la coronación de Donald Trump. Hace cuatro años tomaron por asalto el Capitolio y amenazaban con colgar al vicepresidente. Todos ellos han sido perdonados por Trump. Juró lealtad a la constitución en el mismo espacio donde sus combatientes pretendieron revertir por la fuerza el resultado de las elecciones de 2020. Los golpistas de ayer son los dueños del poder hoy. Más que una ceremonia republicana en la que se transfiere un poder acotado, lo que presenciamos hace una semana fue la entronización de un hombre que se declara el enviado de Dios para recuperar la gloria perdida de los Estados Unidos. La presidencia imperial, en todo su grotesco esplendor.

El nuevo emperador se acompañó de su familia y de los hombres más ricos del planeta. Los gerentes de la atención pública, esos hombres que controlan lo que vemos y lo que deseamos; los que dirigen el odio y los que orientan el comercio ocuparon el lugar central. Lejos de estos oligarcas, los funcionarios a los que Trump invitó formalmente para servir en su gobierno. El mensaje no pudo haber sido más claro.

Se ha dicho desde la elección de noviembre: Trump tiene un poder extraordinario. Ningún presidente en la historia reciente de su país tuvo las riendas que Trump sujeta hoy. Ambas cámaras de su lado, aprobándole incluso los nombramientos más aberrantes. El presidente no anuncia, sin embargo, una agenda legislativa ambiciosa para aprovechar el rodillo del gobierno unificado. Lejos de ello, le da la espalda al Congreso, para anunciar que en el Ejecutivo está la única energía del gobierno. En su primer discurso resulta clara la forma que quiere darle a su liderazgo. Aun teniendo bajo su control al Congreso proclama su autoridad ejecutiva como impulso suficiente de su radicalismo. El unilateralismo de Trump comienza en casa. El demagogo no hizo ningún llamado a los legisladores que lo respaldan para aprobar una serie de reformas de importancia. No convocó al trabajo legislativo porque su apuesta es la fuerza ejecutiva. Las primeras horas de la presidencia de Trump fueron una cascada de decretos presidenciales, algunos de ellos groseramente contrarios a la constitución de los Estados Unidos. Como lo hacen los autócratas populistas de cualquier signo, el presidente Trump está convencido de que los votos que recibió lo ponen por encima de las nimiedades legales y los acuerdos internacionales

El novato de hace ocho años es hoy un político experimentado. En su primera presidencia perdió meses en el proceso de conformación de su gabinete. Ahora, apenas a una semana de haber vuelto, lo tiene prácticamente completo, no solamente en el primer nivel, sino en el segundo y tercer escalón. Sabe bien que el tiempo es la clave del poder y que la fuerza que tiene hoy difícilmente la conservará durante cuatro años. Por eso actúa con tanta velocidad. Así lo hemos visto estos días, tomando decisiones frenéticas que se presentan como acrobacias en un circo. Uno tras otro, los decretos se anuncian para desatar emoción de la galería. Cada uno de sus bandos es celebrado como cumplimiento puntual de sus ofertas de campaña. Y, como si fueran trofeos de una batalla ganada heroicamente, el prohombre lanza las plumas con las que firma sus edictos a la galería. Gobernar para mantener el entusiasmo de sus fieles.

El decretismo, esa práctica habitual de los gobiernos autocráticos de América Latina cuando el Congreso obstruye las iniciativas del Ejecutivo, se ha convertido en el símbolo de la determinación trumpista. Es el arma del poder ante una situación que describe como una emergencia, es decir, como la coyuntura que no admite respuestas ordinarias. De ahí sus resoluciones iniciales: abandonar los compromisos ambientales, romper con la Organización Mundial de la Salud, declarar la emergencia en la frontera sur, designar a los criminales mexicanos como terroristas. El decreto es el instrumento perfecto del gobierno de conmoción que encabeza Trump. Gobernar sin miramientos, sin respeto a las reglas o a las costumbres, sin mayor cálculo de las consecuencias. Sorprender al adversario o al socio, cambiar súbitamente los términos de lo negociable. Trump se inaugura así, como emperador de la conmoción.

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