En adelante, Trump se dedicará a subvertir los principios básicos de la democracia y del orden global. Nos esperan años oscuros.
Primero, conspiró cínicamente contra la democracia; por ello fue denunciado y enjuiciado como un criminal. Luego, se valió de esa misma -y frágil- democracia para hacerse legítimamente con el poder. Desde una cervecería en Múnich, el 8 de noviembre de 1923 Adolf Hitler puso en marcha un golpe de Estado que acabó por fracasar; tras ser detenido, fue acusado de alta traición y condenado a cinco años de cárcel: una pena ridícula que ni siquiera cumplió en su totalidad. Una década después, el 30 de enero de 1933, se convirtió -esta vez sin romper con ninguna ley- en el canciller del Reich alemán. A Donald Trump la maniobra que lo llevó de atentar contra la democracia para luego usarla en su provecho y regresar al poder le llevó solo cuatro años.
Del mismo modo que ninguna de las instituciones de la débil República de Weimar consiguió impedir el ascenso del caudillo nacionalsocialista -en tanto incontables comentaristas rebajaban su peligrosidad o normalizaban su figura-, nadie en Estados Unidos logró evitar que Trump, condenado por otros delitos y acusado de no aceptar la regla más elemental de la democracia, el respeto a los resultados electorales, retornase a la Casa Blanca. Al revés: ante su inminente victoria, numerosos sectores económicos -y en particular las grandes empresas tecnológicas- apenas han dudado en alinearse con él. Igual que en la Alemania de los años treinta, el poder económico es el mayor cómplice del nuevo autoritarismo que hoy se cierne no solo sobre su país, sino sobre el mundo entero.
Lo peor es que el Trump de 2025 no es el mismo que llegó por primera vez a la Presidencia o el que, con el rostro enfurruñado, debió comparecer una y otra vez ante distintos tribunales. El que haya elegido como retrato oficial -el que será colgado en cada embajada y oficina gubernamental estadounidense- una copia de su ficha policiaca revela, acaso más que ningún otro símbolo, el objetivo al que se dirige a partir de ahora: destruir el consenso liberal -o lo que quedaba de este- y subvertir los principios básicos de la democracia y del orden global de los últimos decenios. Esta vez, Trump, que ya no tiene nada que perder, no dejará nada en pie: cada presupuesto asociado con la izquierda, el estado de bienestar o la simple decencia terminará demolido.
En esta ocasión, sus ocurrencias y desplantes no serán contrarrestados o frenados por ninguno de sus aliados: cada barbaridad que ya ha pronunciado hasta el momento -el aumento indiscriminado de aranceles, la expulsión de millones de migrantes sin papeles, la compra de Groenlandia o la reconquista del Canal de Panamá- tendrá consecuencias inmediatas. Incluso antes de ser investido, sus palabras ya son performativas: de la tregua en Gaza a las reacciones cotidianas de la presidenta de México, basta que balbucee una amenaza para que esta se vuelva, de pronto, inminente. En sus libros de autoayuda empresarial siempre lo dejó claro: su modo de actuar es el del terrorista o el del loco, el hombre todopoderoso que primero intimidará a su adversario antes de obtener de él cuanto se le antoje.
Si el Trump 1.0 carecía aún de ideología -o fingía tenerla solo por extrema conveniencia-, el Trump 2.0 ha decidido abrazarla como su más radical forma de venganza antes las humillaciones sufridas estos años. Hoy es el faro indiscutible de ese espectro de populismo ultraderechista que se extiende como hidra por el planeta. Trastocando una tradición centenaria, ha invitado a sus cómplices globales a su toma de protesta: verlo allí junto a Milei, Bukele, Orbán, Meloni, Netanyahu, Noboa, Abascal o Bolsonaro -una panda de ariscos bufones que recuerda a la formada por Göring, Goebbels y Himmler- será el signo de los tiempos: su obra de demolición, publicitada por Elon Musk, esta vez será global.
A partir de este día 20 nos esperan años oscuros, oscurísimos. Años no solo de resistencia interior, sino de activismo cotidiano: millones sufrirán por los caprichos de esta Internacional del Rencor que, si no lo impedimos desde ahora, no hará sino ampliarse por doquier. Desde Hitler sabemos lo que pasa cuando no se frena a tiempo la demencia autoritaria.