Parece fascista: su gesto adusto e imperial reproduce el perfil más adusto de Mussolini. Habla como fascista: exagera, miente, fantasea sobre una era dorada que quedó atrás, ataca a diario a quienes no son blancos, exhibe un rústico nacionalismo económico y una imperiosa agresividad geopolítica. Y, en fin, se comporta como fascista: gobierna a base de decretos personales, desarticula cualquier contrapeso institucional, desdeña las reglas democráticas y subvierte el orden internacional. ¿Es Trump fascista?
La respuesta no es, sin embargo, sencilla. Dos libros, recientemente publicados en español, El fascismo nunca ha estado muerto (2025), del historiador italiano Luciano Canfora, y Un detalle siniestro del uso de la palabra fascismo (2025), del filósofo argentino residente en Madrid Santiago Gerchunoff, apuntan en direcciones contrarias o, al menos, vuelven más sutil y problemática la imputación. El propio Canfora lo advierte: "Es bien sabido que la categoría de fascismo puede ampliarse indefinidamente hasta hacerla coincidir con otra categoría omnívora (totalitarismo), es decir, hasta que deje de tener significado alguno". Gerchunoff refuerza esta idea: "Atribuir una naturaleza fascista a determinados actos o partidos políticos se ha convertido en una rutina diaria, en un espectáculo al que asistimos infinidad de veces al cabo de cada jornada".
Aun así, el primero traza una genealogía que se tiende de forma ininterrumpida de Mussolini a la efímera República Social Italiana -o República de Salò, establecida por los nazis en 1943 en el norte del país- al Movimiento Social Italiano y de allí, sin pausa, a Giorgia Meloni, quien ha reconocido orgullosamente su militancia juvenil. Un fascismo, el de Mussolini, que siempre contó con admiradores en el resto de Europa y sobre todo en Estados Unidos, y que solo el estallido de la Segunda Guerra Mundial oscureció.
Además de cumplir una a una las características del fascismo apuntadas por Umberto Eco en sus célebres "catorce síntomas del fascismo eterno", el que hoy encabeza Trump -y al que se suman decenas de líderes en todo el planeta- sin duda defiende lo que Canfora denomina su núcleo: el "supremacismo racista en cuanto punto terminal de la exaltación constante de la propia nación percibida como comunidad natural". Su esencia, prosigue, es la autosugestión sobre la superioridad "blanca" del mundo euroamericano. En efecto: si algo ha caracterizado a Trump desde su primer mandato es la invención de un enemigo interior: los migrantes latinoamericanos que, en su falacia, constituyen el mayor obstáculo para recuperar la grandeza de Estados Unidos. A ello se suma, por supuesto, la repentina amenaza exterior de Trump, quien trata con idéntico desprecio a México -por ejemplo, al borrar su nombre del Golfo- o a los palestinos de Gaza, a quienes se muestra dispuesto a desplazar de manera forzosa hacia otros países a fin de construir en la franja un inmenso resort de lujo bajo su control.
Gerchunoff, por su parte, advierte sobre el peligro de tachar de fascista a cualquier político autoritario del presente. Para él, valerse de una categoría del pasado para afrontar una situación nueva no solo resulta contraproducente -y acaso ineficaz-, sino moralmente cuestionable. Tachar al otro de fascista, advierte, nos coloca en un punto de superioridad moral que esconde un cierto desdén hacia las víctimas pretéritas, identificadas en el famoso poema atribuido a Brecht -en realidad escrito por el nazi arrepentido Martin Niemöller- que comienza con el verso: "Primero se llevaron a los judíos, pero a mí no me importó porque yo no lo era".
¿Quién acierta? Si se traza una genealogía de su comportamiento y su discurso -y en particular de su obsesión contra los migrantes-, quedan pocas dudas de que Trump encarnaría un fascismo renovado. Pero ¿decirlo una y otra vez ayudará a contenerlo? ¿O solo sitúa a quien lo afirma en un estadio superior sin que ello contribuya a combatirlo o al menos a desarticular su discurso de odio? Si bien es cierto que la historia no posee un valor profético, detectar que en el centro del discurso trumpiano -y de sus acólitos- subyace el mismo núcleo racista del fascismo ayuda a esclarecer sus intenciones: no porque con ello podamos evitar heroicamente otro Auschwitz, pero al menos para que no dudemos al identificar su vertiente más siniestra.