Ateo supone tener el conocimiento de la no existencia de Dios. Agnóstico se acerca más: no se niega la existencia de Dios, pero sí el acceso de los humanos a los absolutos, Dios incluido. Deísta: se acepta la existencia de un ser supremo, pero sin la creencia en revelaciones divinas. Yo encontré acomodo en una expresión de Victor Hugo: "lo evidente invisible". Está en todas partes en una flor, en un árbol, cuando se mira al cielo o se sumerge uno en el mar.
Pero no sólo los creyentes pueden sentir interés por los misterios. Teilhard de Chardin quien sintetizó su credo en Cosmos=Cosmo=génesis=biogénesis=Cristogenésis, marcó un rumbo a muchos. Al final era panteista. Los estudios muestran -contra lo que la sociología afirmaba hace medio siglo- como la ciencia no arrinconó a la religión. Al contrario, una creciente mayoría de los científicos en Estados Unidos creen en una fuerza superior, tienen sus creencias, son creyentes.
Cómo no serlo en el siglo XXI con la lluvia de información cósmica que crece a pasos agigantados. El Hubble amplió nuestros horizontes hasta fronteras que pertenecen a la imaginación matemática. Carl Sagan nos lo advirtió con claridad en Miles de millones: tendríamos que aprender a pensar con muchos ceros, tanto para comprender el firmamento como la nanotecnología. Entonces vale la pena separar: una es la pasión por los misterios y algo muy diferente es el papel de las iglesias en el mundo. Pueden ser actores civilizatorios muy potentes o… generadores de odio.
Lo primero que me asombró fue saber que había trabajado como técnico químico antes de entrar al Seminario de la Compañía de Jesús. O sea que utilizó un microscopio. Fue profesor de Literatura y Psicología, estaba abierto a la ciencia y a otras disciplinas del pensamiento y al arte. Su sagacidad para unir a los jesuitas y los franciscanos con su autodenominación, me pareció notable. De hecho mi primer artículo en esta generosa casa editorial, titulado "El señor del portafolio", aludía al nuevo papa. Su sencillez me sacudió: haciendo fila para pagar el hotel del Vaticano, llevando su portafolio. Su austera habitación, el adiós al oro y a los famosos y carísimos zapatos papales. No portó un Rolex Rey Midas, todo oro, como el de Juan Pablo II. Con el ejemplo comenzó su terrenal obra.
Reunirse con reclusos. Dialogar sobre temas tabú: celibato, mujeres en la iglesia, pedofilia, hambre, corrupción. "…la iglesia tiene que salir a la calle" dijo. Marcado por la dictadura en su país, por las favelas y la represión, fue muy claro: "…ningún esfuerzo de pacificación será duradero para una sociedad que ignora, margina y abandona…". Cómo no simpatizar con un papa que cultivaba la empatía. Incorporó cardenales africanos. Suavizó la relación con los miembros de la comunidad LGBT, tema incendiario en esa Iglesia y otras. Si el Cristianismo había nacido de la persecución, fomentar la tolerancia entre las iglesias budistas, ortodoxos, musulmanes, chiíes, suníes, yazidíes y otras minorías perseguidas, decenas de vertientes, era el camino. Enfrentó el genocidio armenio y recibió al primer ministro de esa nación. "Todas las religiones son caminos para llegar a Dios". Consciente del lado oscuro de la religión, lo dejó muy claro: "El único enemigo es el odio".
Hace unas horas, en San Pedro, recordó la "dramática e indigna crísis humanitaria en Gaza" y advirtió por "el creciente clima de antisemitismo que se está difundiendo por todo el mundo". En plena Pascua, se reunió con J.D. Vance, ojalá y algo haya aprendido el colaborador de un racista: Trump. Atrás quedan encíclicas visionarias, de un profundo humanismo moderno, como la Laudato Si, en la cual convocó a que la gobernanza global velara por la dignidad humana y luchara contra la corrupción. Laudato Si llamó a proteger "nuestra casa común", a escuchar a la naturaleza.
Por si fuera poco, le gustaba el fútbol y el Tango llegó a San Pedro.
Grandeza interna en tiempo de miserables.