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Guerra al mundo

JESÚS SILVA-HERZOG

Los aranceles que el presidente Trump acaba de anunciar son una medida económica con un propósito político. Hacer efectiva las amenazas de un poder personal sin restricciones, mostrar una fuerza que sacude al mundo entero, cumplir una obsesión a la que todos se oponen y que todos juzgan catastrófica. Si los aranceles se ven como instrumentos de política económica se llegará muy pronto a la conclusión de que son contraproducentes, que subirán los precios y provocarán una recesión. El anuncio con el que Trump, rodeado de banderas y repleto de mentiras, lanza una bomba al comercio internacional, es manifiesto del espectáculo autoritario. Larry Summers, quien fuera secretario del tesoro de Clinton y polémico rector de la Universidad de Harvard, dijo que estas medidas eran a la Economía, lo que el creacionismo es a la Biología o la Astrología a la Astronomía. Pero, si enfocamos políticamente la medida, nos daremos cuenta de que ésta sigue puntualmente la lógica de lo simbólico que es tan cara a los populistas; que hace alarde de un poder enamorado de su propia fantasía revolucionaria: destruir para levantar un mundo radicalmente nuevo. Ver en el incendio que se provoca una señal de esperanza. Gozar de la indignación de los débiles, reírse de la razón que protesta con impotencia. Impecable lección de soberbia autoritaria.

Todo el planeta pendiente de la decisión de un hombre. Todos los presidentes, los primeros ministros, secretarios y ministros; los grandes empresarios del mundo, los medios de todos los rincones siguiendo el anuncio desde el circo en que se ha convertido la Casa Blanca. Con un discurso de plaza que va, viene, se pierde y regresa, el presidente Trump le declara la guerra comercial al mundo entero. Los poderes de emergencia que invoca le dan al emperador poderes absolutos para salvar a la nación. Los acuerdos comerciales al bote de basura y el Congreso ignorado olímpicamente. Todos los gobernantes del mundo buscando el acuerdo excepcional que los libere de la furia, las grandes fortunas tratando de negociar con él un arreglo menos desventajoso. La pleitesía convertida en estrategia de sobrevivencia. Trump usa la coartada dictatorial que han teorizado los filósofos del fascismo y que tan bien conocemos en América Latina: los tiempos que corren no nos permiten darnos el lujo de respetar convenios, reglas y procedimientos diseñados para tiempos normales. Para superar la emergencia hay que actuar con celeridad y sin miramientos.

El nacionalismo trumpista describe la globalización de las últimas décadas como una burla al orgullo nacional. Nos han saqueado, se burlan de nosotros. Se llevan nuestros empleos, nos venden basura. Pero las tablas del comercio registran algo más grave que el déficit: la humillación a la que nos someten todos los países del mundo. Para el demagogo los aranceles son símbolos de dignidad. Lo dijo en su discurso ante el Congreso: los aranceles no son solamente instrumentos para cuidar nuestros empleos: sirven para proteger el alma de la nación. En el dramatismo que todo cuento populista necesita, la sobrevivencia del país depende de un producto o de una medida que es siempre mucho más de lo que parece: un símbolo. El impuesto que se cobre por la importación de coches armados fuera de los Estados Unidos se pinta como asunto de vida o muerte.

Encuentro una pista interesante en un artículo de Gillian Tett columnista del Financial Times. La periodista insiste en que, bajo el lente de la teoría económica dominante dutante el siglo XX, el tipo de aranceles que se anunciaron recientemente en Washington no tiene ningún sentido. Los keynesianos o los friedmanianos coincidirían en que se trata de una locura. Para entender la lógica de esas medidas habría que preguntarle a un psiquiatra, no a un economista. Pero hay un economista que podría ayudarnos a entender lo que se ha decidido. El brillante economista Albert Hirschmann entendió claramente que el comercio debe ser puesto en el tablero imperial. Las decisiones de política comercial no deben ser examinadas como medidas que derivan del cálculo económico exclusivamente sino, en muchas ocasiones, de la ambición de los poderes hegemónicos. Un instrumento de coerción para someter al mundo. Y en este caso, destruyendo las bases de su sustento material, rompiendo alianzas, fortaleciendo a su enemigo, la ambición imperial camina a su propio entierro.


               
               

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