El contexto habla por sí mismo, pero no es consistente. El país vive una especie de esquizofrenia: por un lado, sería difícil concebir un nivel de popularidad más alto para la presidenta. Por otro, la percepción de riesgo abraza a buena parte de la población. Lo primero es explicable por la continuidad que ha sostenido el gobierno actual, tanto en estrategia como en programas sociales, en tanto que lo segundo es más complejo de dilucidar, pero la combinación crea un entorno de incertidumbre que amenaza la viabilidad de los programas gubernamentales y, por lo tanto, de su popularidad.
La percepción de riesgo emana de dos grupos de factores: por el lado externo, el embate de Trump entraña una agenda compleja y agresiva que es percibida por amplios sectores de la sociedad como amenazante para la estabilidad del país y para la viabilidad de la economía. Esta percepción se acentúa por la incertidumbre que le es inherente y por la ausencia de alternativas evidentes. Como siempre en nuestra historia, la agresividad frente al coloso del norte ayuda a la popularidad, pero incluso quienes son ciegamente leales a Morena perciben el riesgo, lo que sugiere que hay más comprensión que disposición a caer en la retórica nacionalista.
Por el lado interno, la percepción de riesgo se deriva del déficit fiscal, los potenciales efectos de la reforma judicial, la "revisión" del T-MEC y la concentración de poder. Ciertamente, no toda la ciudadanía piensa igual respecto a estos elementos, pero, puestos en el contexto de Trump, pocos se sienten tranquilos respecto al futuro y no hay forma de que México vaya a salir inmune de toda esta cauda de factores. En cualquier caso, la profundidad o gravedad del impacto depende en mucho del propio gobierno y es ahí donde comienza la incertidumbre.
El gobierno tiene control, o capacidad de acción, respecto a algunos de los factores de riesgo, pero su capacidad para influir sobre los que no están bajo su control es, naturalmente, mucho menor. Lo que tiene que ver con la estrategia económica y fiscal del gobierno obviamente es prerrogativa suya, aunque igual de obvio es que la forma en que emplea los recursos públicos puede aumentar o mitigar la percepción de riesgo. El caso de la reforma judicial es emblemático: el gobierno no sólo la ha defendido e impulsado, sino que ha desacreditado cualquier crítica o contrapropuesta, sin reconocer que ésta constituye una inmensa fuente de incertidumbre.
Por lo que respecta al exterior, el gobierno ciertamente tiene capacidad de negociación frente a las iniciativas que ha emprendido Trump, pero es un proceso en curso saturado de riesgos. Quizá más importante, en el gobierno no parece reconocerse la inmensa vulnerabilidad que caracteriza a nuestro país por el conjunto de circunstancias que afectan tanto al mexicano común y corriente como a los potenciales empresarios e inversionistas. La inseguridad, a la que el gobierno sí ha intentado responder, es una fundamental, pero el paquete de reformas constitucionales de fines de 2024 no es reconocido como factor de desconfianza.
Además, todo esto tiene que ser visto en el contexto de la desaparición o destrucción de todo vestigio de contrapeso y autonomía regulatoria, lo que es anatema para quien se preocupa, o tiene responsabilidad de preocuparse por el futuro. La reaparición de un monopolio del poder en la presidencia puede ser aplaudida por los beneficiarios de los programas gubernamentales, pero elimina todo recurso frente a la autoridad. Si a eso se suman leyes como la relativa a la prisión preventiva oficiosa, es imposible que el gobierno pretenda aspirar a atraer inversión hacia el país. De perseverar en estos mecanismos, el potencial de alcanzar altas tasas de crecimiento es nulo. Por tanto, más incertidumbre.
Desde hace mucho tiempo, el problema de México ha sido el del poder. Por años, luego de la desaparición de la alianza PRI-gobierno que caracterizó al sistema político en el siglo pasado, el problema era la falta de capacidad de decisión y acción, la ausencia de estructura institucional para la relación entre los poderes federales (judicial, legislativo y ejecutivo) y entre éstos y los gobernadores. Ahora, a partir de AMLO, la realidad, y por consiguiente, la discusión, tiene que ser otra. El problema político de México ya no es el de la debilidad de la relación entre los poderes, sino de la sumisión al ejecutivo y, por lo tanto, el riesgo surge de la falta de institucionalización del poder, circunstancia que evidentemente no preocupa a quien lo ostenta, pero debiera preocuparle si quiere lograr éxito para sus programas económicos y, por lo tanto, para su popularidad.
En el viejo sistema, un presidente "fuerte" constituía una fuente de certidumbre, si bien ésta duraba sólo un sexenio. Las instituciones que se crearon, con mayor o menor clarividencia, durante el periodo democrático, tenían por objetivo conferir permanencia a la certidumbre. Ahora, el reto es encontrar la forma de reinstitucionalizar al sistema político, objetivo que requeriría no sólo un liderazgo ilustrado, sino una equivalente capacidad y disposición de negociación tanto con la sociedad como con las fuerzas políticas organizadas. Enorme reto en esta era de monopolios y gobiernos ensimismados.
ÁTICO
El país enfrenta desafíos tanto internos como externos que requieren un hábil manejo para evitar una incertidumbre permanente.