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Ilegales, jamás tendrían que haberse ido

JORGE ZEPEDA PATTERSON

Es más que justificada la indignación que provoca el desprecio y maltrato de parte de Trump y de los suyos en contra de los latinos. Con toda razón se ha denunciado la ola de odio y resentimiento que ha surgido en buena parte de la sociedad estadounidense con su narcisismo disfrazado de nacionalismo barato, racista en el fondo. Es necesario exhibirlo, combatirlo y hacer lo posible por paliar el sufrimiento de sus víctimas.

Pero al mismo tiempo no podemos descargar la propia responsabilidad que llevamos en todo esto. Muy fácil denunciar la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio (o la viga en ambos). Por incómodo que resulte, no basta ponernos del lado de las víctimas y hacer algo al respecto, también habría que asumir que tenemos una responsabilidad como victimarios. Porque en la medida en que no lo entendamos seguiremos perpetuando las condiciones de injusticia, racismo y desprecio que provocaron la "expulsión" de esos migrantes.

"Hoy toca abrazar a quienes vienen de regreso a nuestro país con un solo pensamiento, jamás tendrían que haberse ido", afirma Susana Crowley este sábado en un texto en Sinembargo.mx. Tiene toda la razón. Nadie deja terruño y familia por gusto para afrontar los desafíos que entraña la emigración ilegal, con su carga de riesgos, explotación de los polleros, endeudamiento para financiar el viaje, asaltos y violaciones del crimen organizado y la amenaza de ser tratado como un paria una vez que logran cruzar. Lo hacen porque las alternativas donde viven son peores. ¿Y por qué son peores? Porque en sus lugares de origen padecen el desprecio, la injusticia, el maltrato y el racismo del que ahora, con sobrada indignación, denunciamos por parte del trumpismo.

O de qué otra manera llamar al congelamiento en términos reales del salario mínimo durante 35 años, la falta de inversión pública en el sureste y en las zonas deprimidas, el desinterés en la educación pública, un sistema judicial siempre sometido al mejor postor, el despojo de tierras campesinas, la inviabilidad de la economía popular y un largo etcétera. No solo se trata de un sistema de mercado que produce desigualdades, algo que sucede en todo el mundo. En algunos países, notoriamente los europeos y en particular los nórdicos, los gobiernos intentan moderar los excesos de la sociedad mercantilista en la que vivimos. Pero en México el sistema hizo justamente lo contrario, acentuó las distorsiones y operó con un racismo apenas disimulado: márgenes de ganancias extraordinarias para un seudo empresariado rapaz y especulativo, corrupción invariablemente favorable para el que tiene más, explotación en contra de las comunidades, políticos expoliadores. El resultado: es más fácil cruzar una frontera, el desierto y los riesgos que encontrar una manera de ganarse la vida en la propia tierra. Y no se trata de un asunto de méritos. Basta ver la manera en que la mayoría de los migrantes prospera a base de esfuerzo, sacrificio, habilidad e ingenio. Nada de eso les ayudó para hacerse de una oportunidad en su propio país.

Si no se trata de una cuestión de méritos, como muchos conservadores afirman, podemos pretender que la desigualdad que se ceba de esa manera en la enorme base desfavorecida de nuestra pirámide social es una condición natural de nuestras tierras. Refugiarnos en el recurso fácil de pensar que se trata de una rueda de la fortuna que a unos nos hizo nacer en un ambiente favorecido y a otros no. Una especie de "ni hablar, así es la vida", como si no hubiera ninguna relación entre la riqueza de unos y la pobreza de otros, como si muchos de los beneficios de los que disfrutamos no surgieran de las condiciones de privilegio y distorsión que explican la falta de oportunidades de los que menos tienen. En esencia tienen menos porque el sistema ha operado para que otros tengamos más.

La contra cara de la deportación de la que ahora nos indignamos es la expulsión a la que, en la práctica, condenamos a millones con la lenta y terrible erosión de las condiciones que permitían una existencia de por sí precaria. No hicimos nada para contenerla. Se fueron expulsados, regresan deportados. Mínimamente habría que repartir responsabilidades.

En cierta forma, la migración fue un subsidio político y social para nuestras élites. Para ser mínimamente viable una sociedad debe ofrecer alguna oportunidad a sus mayorías; México no lo hizo, pero las élites no tuvieron que sufrir las consecuencias (forzar cambios o asumir la inestabilidad y probable insurrección) porque contaron con la válvula de escape que representó la salida de millones de personas que carecían de opciones. Con frecuencia se dice que el sistema político mexicano tuvo el mérito de salvarnos de los golpes militares y levantamientos que padecieron todos los demás países latinoamericanos. Habría que preguntarse si eso habría sido posible si los 12 millones de mexicanos que se han ido hubieran presionado al sistema y si tantas familias no hubieran recibido las remesas que les ha permitido paliar la pobreza durante tantos años.

En las cifras absurdas de la riqueza de los gobernadores oaxaqueños, llámense Murat, Ruiz o Carrasco, reside la otra cara de la moneda de los jardineros y recolectores de cosechas oaxaqueños que han comenzado a ser deportados.

Andrés Manuel López Obrador decía una verdad, aunque incompleta, cuando aseguraba que había que centrarnos en las verdaderas causas de la migración, la falta de oportunidades. Habría que asumir las implicaciones completas de ese planteamiento, ahora que afrontamos sus secuelas.

En fin, la caridad y la solidaridad con los caídos en la desgracia, en este caso los deportados, es lo mínimo que debemos hacer, pero no basta. En ocasiones la caridad no es más que una manera de esconder o descargar la conciencia de la propia responsabilidad. Hacerse cargo no solo supone que las élites asuman la imposibilidad de sostener un modelo que impone tales niveles de desigualdad; también una llamada puntual al gobierno de la 4T para hacer algo más urgente. En particular con las nuevas causas de expulsión, como la violencia, que se han añadido a las viejas infamias que ya existían. Jamás tendrían que haberse ido. El tema no es rasgarse vestiduras sino preguntarnos ¿qué podemos hacer para que dejen de hacerlo? @jorgezepedap

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