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La contraparte

LUIS RUBIO

ÁTICO

Trump y Musk llegaron con ánimo de venganza y transformación, creando sensación de caos y desconcierto. Para México, incertidumbre.

Un viejo dicho americano dice que "se requieren dos para bailar tango". Por muchas décadas, México y Estados Unidos fueron aprendiendo a bailar en conjunto, pero, luego de un serio y convencido intento al inicio, el corazón de ambas sociedades dejó de estar ahí. En los ochenta, en la mitad de una severa crisis económica que amenazaba con destruir al país, México comenzó una serie de reformas internas y optó por acercarse a Estados Unidos, decisión que implicaba un rompimiento radical en términos históricos, para darle viabilidad al proyecto reformista y a la economía mexicana en el largo plazo. Estados Unidos vio el planteamiento mexicano como la gran oportunidad que su país le ofrecía a México para transformarse. El TLC original, conocido como NAFTA, respondía a esa lógica política. Pero, desde el inicio, las semillas de un futuro complejo habían quedado sembradas porque México contempló al TLC como el fin de un proceso de reforma interna, en tanto que Estados Unidos lo veía como el inicio de una gran transformación de su vecino sureño. Ahora es Estados Unidos el que experimenta una convulsión y no cabe duda que, cualquiera que sea el desenlace, impactará a México.

Trump ganó su segundo mandato con mayoría del voto popular y lo ha convertido en una licencia para alterar el statu quo de manera radical. Asistido por su nuevo gran amigo, el empresario Elon Musk, Trump ha provocado no sólo grandes revisiones en las relaciones internacionales, los aranceles y la agencia de asistencia internacional (USAID), sino que se ha dedicado a restringir el gasto público ya aprobado por el Congreso, promover el retiro temprano de vastos segmentos de la burocracia, eliminar agencias y secretarías "sin decir agua va", creando una enorme confusión. Varían las lecturas sobre el objetivo último, pero todo el aparato gubernamental experimenta espasmos y contorsiones.

Las interpretaciones van desde el extremo que Trump pretende ser rey autócrata, hasta aquellas que sugieren que el embate que encabeza Musk va orientado a desacreditar al gobierno mismo. Aunque no son excluyentes, reflejan las personalidades de estos dos actores centrales del drama. La historia estadounidense comenzó por el rechazo a la imposición religiosa europea (origen de su desprecio por un gobierno central fuerte), a lo que se agrega la corriente libertaria que caracteriza a Musk, quien además cree que el funcionamiento de un gobierno es, o debería ser, idéntico al de una empresa. Por su parte, Trump tiene una serie de ideas muy arraigadas, entre las que sobresale tanto el empleo de aranceles como instrumento de negociación (otra característica esencial, su permanente búsqueda de triunfos transaccionales), como su ánimo vengativo contra el "estado profundo" que, en su lectura, es el responsable del robo de su triunfo electoral en 2020.

Tanto Trump como Musk tienen una historia que explica mucho de su visión y, sobre todo, de la saña con que actúan. Trump llega con un profundo sentido de resentimiento por su percepción de que su país ha sido víctima de sus propias acciones, desde el Plan Marshall luego de la Segunda Guerra, hasta el crecimiento de China como competidor de EU, incluyendo a los países que, como México, son proveedores importantes de bienes e insumos, pero que él percibe como un robo al norteamericano común y corriente. Por su parte, Musk creció en el apartheid sudafricano y observó el desorden en que su país eventualmente se convirtió, lo que le llevó a ser maximalista en sus planteamientos. La combinación de estos dos personajes explica mucho del ruido que emana del norte y que atemoriza a mucho del resto del mundo.

Visto desde fuera, especialmente desde México luego de nuestra reciente experiencia con otro aspirante a ser autócrata (y con el poder para avanzarlo), la gran pregunta es si Estados Unidos cuenta hoy con contrapesos efectivos para contener los excesos en que Trump pudiese incurrir. Una forma de evaluarlo radicaría en el control que el partido del presidente tiene sobre ambas Cámaras legislativas y muchas gubernaturas, pero es excesivo derivar de esto una certeza de que estos cuerpos colegiados responderán a los deseos del presidente. En contraste con México, los legisladores de allá tienen que responderles a sus votantes, lo que limita su propensión a ceder ante presiones del Ejecutivo (que no son pocas). Por otro lado, no existe uniformidad ideológica, política o práctica en las filas republicanas, como ilustran los interminables malabarismos que realiza el líder republicano del Congreso para lograr la aprobación de un presupuesto, así sea de meses de vigencia. Hay contrapesos más efectivos de lo aparente.

Los otros factores de contrapeso son los mercados y, a la larga, el más trascendente, son los jueces, varios de los cuales han interpuesto limitantes o suspensiones a los embates del dúo presidencial. Falta por ver cómo se realinea la Suprema Corte, cuyos integrantes tienen, por estructura y necesidad, que responderle a la historia y no al presidente o a quien los nombró. El prospecto es, inexorablemente, de un rato de incertidumbre e impredecibilidad, justo cuando México requiere lo opuesto... En todo caso, lo que está de por medio es enorme para los americanos, el mundo y, ciertamente, el T-MEC y México en general.

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