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La industria criminal

Jesús Silva-Herzog

ÁTICO

Queda claro el enorme espacio que controla el crimen, la impunidad, la barbarie y, también, el heroísmo de unos cuantos.

Hay una violencia que se exhibe y otra que se oculta. Un crimen que escribe mensajes con el cuerpo de los muertos para dejar constancia pública de su poder y un crimen que necesita esconderse para que funcione su maquinaria de violencia y muerte. Cuerpos que cuelgan de un puente para ser vistos por todos y cuerpos que se queman o se entierran para no ser encontrados nunca. Ese es el paisaje del horror mexicano. Pavor de lo que podemos ver, terror de lo que se nos oculta. Terror de ser exhibido en cachos o de no ser encontrado nunca.

El rancho de Teuchitlán no es el primer indicio de que existen en México campos de trabajos forzados del crimen organizado. Hemos tenido noticia de otros lugares de ese tipo. Sitios que no solamente sirven para el entrenamiento de los soldados del crimen, sino también para la eliminación de los rivales o de quienes no superan las pruebas de inhumanidad a la que someten a su leva. Pero este lugar que ha sido llamado el Auschwitz mexicano retrata mejor que ningún hallazgo previo, la escala y la lógica de la industria criminal en México. A un paso de la ciudad de Guadalajara, una fábrica de sicarios, un gigantesco mortero de huesos, una academia de barbarie. La economía criminal sigue una lógica fordista. Una línea de producción de asesinos que han de pasar una cadena de pruebas brutales. Hablo de una producción en serie, no de drogas, sino de esclavos y de muertos. El crimen recluta, esclaviza y aniquila. Engancha a sus reclutas con engaños, los entrena con un severo programa de deshumanización, descarta a los inservibles y borra cualquier rastro de ellos. ¿Por qué conserva sus zapatos, sus mochilas, sus cartas? ¿Por qué almacena juguetes? La fotografía aérea del rancho Izaguirre muestra una línea de manufactura criminal que se despliega a lo largo del predio. Dormitorios, gimnasio, cocina, baños, zonas de entrenamiento, guaridas para la ejecución y para la desintegración de los cadáveres.

Los testimonios de los sobrevivientes dan cuenta de una industria con manuales operativos y estrictos criterios de contabilidad. Entrenamientos que implican macabras ceremonias de iniciación. La prisión sometía a los reclusos a pruebas de una barbarie inconcebible. Volverse asesino para sobrevivir. Hacer una pregunta era una insubordinación imperdonable que conducía a una ejecución inmediata. Este no era un lugar para improvisaciones. Una administración rigurosa llevaba el control de los secuestrados y el registro de sus deberes diarios. La lista de los sobrevivientes anotaba el apodo con el que se les rebautizaba, las tareas que se les imponían y las herramientas que se les prestaban durante su reclusión. Hay testimonios que calculan que alrededor de 1500 personas poblaban ese infierno. Los habitantes cambiaban constantemente. Unos eran eliminados, otros se graduaban y llegaban casi a diario nuevos presos.

Si sabemos de este rancho no es por la intervención de la Guardia Nacional o por la actuación del policía estrella del gobierno. Sabemos lo que ocultaban los muros del rancho Izaguirre por los buscadores que no aceptaron el silencio de la Fiscalía de Jalisco la cual, tras aprehender a unos cuantos, dio por concluida la investigación. Fueron los buscadores quienes acudieron al lugar y, con los riesgos que corren cotidianamente, decidieron explorar el terreno. No hay en México grupo más admirable que el de las madres que entregan su vida a buscar a sus hijos desaparecidos por el crimen y desaparecidos también por el gobierno. Las fiscalías las ignoran, las carpetas de investigación se archivan, los delincuentes las amenazan. Las madres buscadoras casi escarban con las manos. Utilizan varillas que clavan en la tierra para ver si el terreno oculta el olor de la muerte. Enfrentan las amenazas de los criminales y la indiferencia hostil del gobierno.

Cerca de 120,000 personas desaparecidas en un país, cuyo gobierno bloquea a su comisión de búsqueda. Desde luego, falta mucha información para tener un panorama preciso de lo que sucedió en ese rancho de Teuchitlán. Queda claro, por lo pronto, el enorme espacio que controla el crimen, la impunidad con la que se mueve, la complicidad e incompetencia de las autoridades, la barbarie que nos circunda y, también, el admirable heroísmo de unos cuantos.

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