or qué? Al término del brillante y minucioso retrato que traza de ella Ricardo Raphael en Fabricación (2025), la pregunta mantiene su ominosa incomodidad. ¿Por qué Isabel Miranda de Wallace se empeñó con tanta saña en señalar, capturar y encarcelar a un grupo de supuestos secuestradores -y asesinos- de su hijo cuando no contaba con ninguna prueba contundente contra ellos? ¿Por qué se obcecó en airear su muerte cuando múltiples testimonios e indicios la negaban? Y, en fin, ¿por qué a partir de entonces dedicó el resto de su vida a presentarse como una implacable activista contra el crimen cuando no hacía otra cosa que desdeñar y deformar la justicia según su capricho?
Como en el caso de tantos otros impostores -del Enric Marco dibujado por Javier Cercas a la Belle Gibson de la reciente serie Vinagre de manzana-, la sensación es que, a partir de cierto punto, cuando el cúmulo de mentiras alcanza una cegadora masa crítica, la única opción que resta es la huida hacia adelante. La simulación se convierte entonces en una segunda naturaleza y, al menos en la mente del farsante, todos los valores se invierten y trastocan: la ficción toma el lugar de los hechos y la vileza extrema se traviste de virtud. Del mismo modo que alguien que jamás pisó un campo de concentración pudo elegirse presidente de una asociación de antiguos prisioneros o una joven que jamás tuvo cáncer rozó el éxito como una valerosa superviviente, Isabel Miranda creó una asociación, Alto al Secuestro, sin haber sido víctima de uno y obtuvo de Felipe Calderón el Premio Nacional de Derechos Humanos cuando se dedicaba a violarlos de manera sistemática.
En el camino, manipuló a decenas de compañeros de viaje -muchos de los cuales hoy insisten en canonizarla para no verse salpicados por la infamia- al tiempo que pisoteaba o destruía vidas a diestra y siniestra con el único fin de sepultar sus propias contradicciones y obtener mayores dosis de poder y reconocimiento. En México, solo Marcial Maciel la supera en cinismo, aunque hoy cierta ministra de la Corte busque hacerle sombra: toda su carrera, desde su empresa de espectaculares -un indicio de su obsesión por la fama- hasta su candidatura al gobierno del Distrito Federal, estuvo marcada por el desesperado anhelo de ser otra, de sepultar a la siniestra y tramposa Isabel Miranda y sustituirla con la beatífica Señora Wallace.
Como detalla Ricardo Raphael con su prosa contundente y afilada, desde el inicio las investigaciones en torno a la desaparición -que no secuestro- de su hijo estuvieron plagadas de sinsentidos. Tal vez fue en esos primeros momentos, al darse cuenta de que en México la justicia no existe y el sistema se halla sin falta al servicio de los poderosos, cuando Isabel Miranda descubrió el filón que le permitiría obtener dos objetivos simultáneos: ocultar para siempre lo que en verdad había ocurrido con su hijo -Fabricación apunta a sus vínculos con La Barbie, a quien acaso habría traicionado para convertirse en testigo protegido- y, de manera simultánea, aprovechar su falsa condición de víctima para erigirse en una nueva heroína social justo cuando el crimen se convertía en la principal preocupación de los mexicanos. A partir de allí, ya nada la detuvo: trabó amistad con policías y políticos -de García Luna a Calderón-, se involucró en muchos otros casos, dictó o al menos presenció escenas de tortura y siguió sonriente y desafiante hasta el final: hasta su inopinado deceso que, otra vez, está rodeado de misterio.
Poco después de publicar Una novela criminal, donde detallo su participación en el caso Vallarta-Cassez -donde de nuevo fue crucial para asegurar la puesta en escena orquestada por García Luna-, me la topé en una comida en la Ciudad de México. Me saludó fríamente y me dijo: "Todo lo que dice usted de mí en su libro es mentira. Pero, como es una novela, no importa". Hoy sabemos que la eficaz novelista era ella: hasta el día mismo de su muerte, no hizo otra cosa que inventarse un personaje hasta creérselo ella misma. Por desgracia, sus mentiras sí importan: todavía hoy, su impostura es el mejor reflejo de cómo persiste la injusticia en nuestro país.