La meta de incrementar la inversión productiva en el país sin duda apunta en el sentido correcto para estimular la anquilosada economía mexicana. La inversión es reconocida en la teoría económica como una de las rutas más efectivas para incrementar la demanda agregada y con ello impulsar el crecimiento económico en el corto plazo. En primer término, cuando la inversión se traduce en la adquisición de equipo o maquinaria más eficiente la productividad laboral se incrementa, con lo cual se espera un aumento en los ingresos de los trabajadores, lo que lleva a su vez a una mayor demanda de bienes y servicios, dinamizando con ello la economía. Lo que es el gasto de una persona es el ingreso de otra.
Asimismo, si la inversión viene en forma de nuevas empresas, consecuentemente el empleo aumenta, lo que por un lado nos conduce al proceso recién descrito que incrementa la demanda agregada, pues los nuevos puestos de trabajo los ocuparían personas desempleadas, subempleadas o empleados con salarios inferiores. Adicionalmente, hay que hacer notar que el empleo es el factor productivo que permite sostener el crecimiento a mediano plazo por el efecto agregado que produce en la economía; más personas produciendo y demandando bienes y servicios.
Vayamos a los números del Plan México. Se contempla un portafolio de inversiones, nacionales y extranjeras, de 277 mil millones de dólares, que incluyen 2 mil proyectos de empresas que buscarían instalarse en el país. Es una meta ambiciosa que significaría un cambio importante en la economía mexicana, ya que dicha inversión representaría alrededor de 16 puntos porcentuales del PIB, aunque distribuidos en proporciones indefinidas de aquí a seis años. Este paquete de proyectos de inversión empresariales en realidad es el mapa de ruta de otra meta en este mismo rubro que es incrementar la inversión respecto al PIB y llevarla al 28% para 2030. De acuerdo con cifras todavía por ajustar del INEGI, la proporción de la inversión en el país con respecto al PIB para 2024 estará rondando el 25%, por lo que ese 16% que se espera recibir dividido entre los seis años de esta administración federal equivale a 2.6% adicional por año, es decir, prácticamente la meta del 28% anual.
No obstante, los hilos que sostienen el cumplimiento de estas metas son delgados y, muchos de ellos, ajenos al control o injerencia del gobierno mexicano. En la coyuntura actual, alcanzar plenamente este objetivo a lo largo del sexenio se antoja complicado, pues con el regreso de Trump a la presidencia de los Estados Unidos se vuelve muy incierta la proporción de empresas que efectivamente se instalen en el país y, por consiguiente, la cantidad que se invierta desde el exterior. Esto no significa que sea perfectamente factible un incremento real en el monto de la inversión en México.
Sumado a lo anterior tenemos que en el presente año el gasto público en su conjunto se redujo 1.9% en términos reales y la inversión pública, de manera específica, disminuyó 14%, de acuerdo a cifras de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. En el tema del gasto y concretamente de la inversión que se hace desde el gobierno no hay señales en el horizonte que indiquen un cambio de esta tendencia en el mediano plazo debido a la fuerte presión fiscal que tiene el país, aunado a que tampoco se maneja la posibilidad de una reforma en la materia que pudiera nutrir un poco nuestra cenceña hacienda pública.
Adicional a las simplificaciones administrativas y el trabajo político con el sector empresarial nacional y extranjero, existe un margen de ajuste a la baja en la tasa de interés de referencia que establece de manera autónoma el Banco de México, cuya disminución abarataría el crédito y haría más rentables los proyectos de inversión. Por lo demás, me temo que el gobierno mexicano tendrá que repensar seriamente sus prioridades y decidir qué es lo que realmente quiere y puede hacer con sus limitados recursos.