Ante la emergencia que implica la política arancelaria de Donald Trump en contra de México, la presidenta Claudia Sheinbaum logró llegar a un acuerdo para pausar la imposición del 25% de aranceles. Este es, sin duda, un mérito invaluable para la relación binacional y sostiene el estandarte que abanderará la política internacional de la presidenta: la defensa de la soberanía nacional y el fortalecimiento del liderazgo de México en la región. En un contexto global de incertidumbre económica y realineamientos estratégicos e ideológicos, esta posición no solo busca proteger los intereses nacionales, sino también consolidar a México como un referente de estabilidad, negociación y autonomía dentro del concierto de las izquierdas latinoamericanas. Al asumir un papel activo en la configuración de un orden regional, la administración de Sheinbaum, me parece, podría proyectarse como un actor clave en la defensa de los principios de cooperación, integración y autodeterminación en América Latina.
El acuerdo al que llegaron ambos mandatarios; sin embargo, pone en jaque las políticas públicas de seguridad para México y Estados Unidos. La presidenta se comprometió a reforzar la frontera norte con Estados Unidos con 10 mil miembros de la Guardia Nacional, que se encargarán de "evitar el tráfico de drogas", en particular de fentanilo. Esta negociación marca un precedente importante en la relación bilateral: por primera vez el gobierno de Estados Unidos reconoce explícitamente su corresponsabilidad en la violencia que afecta a México, comprometiéndose a frenar el flujo de armas de alto poder hacia nuestro país. Si bien la eficacia de este compromiso aún está por verse, representa un giro significativo en la dinámica histórica en la que la seguridad transfronteriza. La administración de Sheinbaum, al aceptar la presión estadounidense para contener el tráfico de drogas, también ha logrado que Estados Unidos asuma parte del costo político y operativo de la crisis de seguridad. Estas, definitivamente, no son palabras menores.
Sin embargo, partamos de analizar al elefante en la habitación: no es que la movilización de los elementos de la Guardia Nacional vaya a "militarizar" la frontera norte de nuestro país; la militarización como política de seguridad es una estrategia que ha prevalecido desde 2006 hasta la fecha. Esta es una verdad irrenunciable. A pesar de la declaratoria de invalidez de la adscripción militar de la Guardia Nacional por parte de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) en 2023, esta corporación se incorporó a la SEDENA a finales de septiembre de 2024, además el gobierno de Claudia Sheinbaum ha reiterado su compromiso con la expansión y fortalecimiento de esta corporación. Su postura de impulsar una "más y mejor Guardia Nacional" no representa un cambio sustancial en la política de seguridad, sino una reafirmación de la militarización como eje central del control territorial y la gestión de la violencia. Esta estrategia, lejos de reducir la conflictividad, ha demostrado profundizar las dinámicas de confrontación, ampliar las violaciones a los derechos humanos y consolidar el papel de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública.
En este contexto, el reforzamiento de la militarización de la frontera norte no solo debe entenderse como una medida de seguridad interna, sino como un mecanismo funcional a la política económica internacional de México. Hace un mes el analista y creador de contenido Luis Ortega (@conservadont) ya planteaba que la contención migratoria, operada bajo el discurso de la "protección de las fronteras", responde a una doble lógica: por un lado, apaciguar las tensiones comerciales con Estados Unidos, protegiendo al T-MEC; por otro, consolidar el papel de la Guardia Nacional como un actor clave, con mucha más legitimidad. La legitimación de esta corporación a través de su involucramiento en políticas migratorias refuerza su institucionalización y su carácter de instrumento de control territorial.
Insisto: el despliegue de la Guardia Nacional en funciones de contención migratoria no solo responde a una lógica securitaria, sino que se inscribe en un marco más amplio de alineamiento estratégico con los intereses económicos de la relación bilateral México-Estados Unidos. Sin embargo, esta estrategia ha derivado en escenas profundamente dolorosas, en las que el despliegue de fuerzas de seguridad ha implicado la represión de personas migrantes, el endurecimiento de los dispositivos de vigilancia y la precarización de las condiciones de tránsito. En este sentido, el abordaje militarizado de la migración no sólo subordina los derechos humanos a las prioridades económicas y diplomáticas, sino que también normaliza la securitización de la movilidad como una constante en la política exterior mexicana.
Si bien el despliegue de la Guardia Nacional en la frontera puede leerse como un mecanismo subordinado a las presiones arancelarias de Estados Unidos, la firmeza del gobierno mexicano en la negociación bilateral no debería desestimarse. La capacidad de resistir y negociar en condiciones de asimetría estructural con un actor hegemónico fortalece los horizontes estratégicos de los gobiernos de izquierda en América Latina, al evidenciar que la defensa de la soberanía puede articularse con la pragmática de la diplomacia económica.
Y si bien considero que la militarización de la seguridad ha demostrado ser una estrategia ineficaz y profundamente problemática, no puedo soslayar la relevancia del momento político y del acuerdo alcanzado por la presidenta. La expansión de las fuerzas de seguridad en tareas de control fronterizo perpetúa un modelo que ha exacerbado la violencia y debilitado las instituciones civiles; sin embargo, también reconozco que este pacto posiciona a México como un actor capaz de negociar en un escenario de presiones económicas y geopolíticas complejas.
En este sentido, la administración de Sheinbaum se inscribe en un lugar que, sin renunciar a la gobernanza global, reivindica la autodeterminación de los Estados latinoamericanos frente a las injerencias externas. Así, la política internacional de México se proyecta no solo como una instancia de mediación entre intereses divergentes, sino también como un referente para los proyectos progresistas en la región, demostrando que la autonomía y la cooperación no son categorías antagónicas, sino dimensiones complementarias de un mismo ejercicio de soberanía.