Hay ocasiones en las cuales la memoria puede compararse con una licuadora en la que se baten diversos recuerdos y extrae una sola conclusión.
Para demostrarlo prepararé aquí un batido con dos ingredientes muy distintos entre sí.
El primero está formado por la experiencia que tuve participando en el equipo de un hombre de empresa que deseaba dirigir el sector al que pertenecían sus negocios.
Para quienes integrábamos su equipo de campaña -la primera en la que ese organismo empresarial seleccionaría democráticamente a su presidente- el proceso fue angustioso por la ligereza con la que nuestro candidato tomaba las cosas. Por supuesto no sucedía lo mismo con él, ya que reaccionaba divertido hasta ante hechos como equivocarse en la dirección que había dado a la prensa para que acudiera a uno de sus eventos, ubicación que estaba a decenas de kilómetros de la correcta.
El día de la elección el voto fue nominal y abierto. Al lado de un amigo reportero, experto en los entretelones de la vida empresarial, seguí el proceso que pronto comenzó a dar indicios acerca de una posible sorpresa. Cada vez que alguien votaba por el candidato para el que yo trabajaba nos volteábamos a ver incrédulos, pues no era el aspirante al que más posibilidades de triunfo se le daban al iniciar la jornada.
Sin embargo, conforme avanzó la votación las aguas tomaron su curso normal y los sufragios favorecieron finalmente al opositor.
-¡Te felicito, por poquito ganan! -expresó cordialmente mi amigo.
-Gracias, pero retomo aliviado mi confianza en el sector empresarial, porque no era justo que triunfáramos -respondí sin camuflaje. Finalmente se impusieron los electores bien informados.
El segundo ingrediente de este batido se encuentra compuesto por un mea culpa, que obliga a reconocer que "El que se ríe se lleva", una máxima de vida tan simple como profunda.
Dado que ese principio es de observancia general, lo mismo admite carcajearse del expresidente que se río de la nación cuando aseguró que el servicio público de salud en México era mejor que el de Dinamarca, que de quien desacomoda letras en un periódico donde señala culpas ajenas como si no tuviera propias.
Recuerdo entonces con vergüenza cuando quise hacerme el chistoso frente a un ejidatario en la árida tierra de Doctor Arroyo, Nuevo León, municipio vecino de San Luis Potosí.
Preparaba un reportaje sobre las condiciones en las que se vivía durante la época del neoliberalismo en un apartado ejido -circunstancias que por cierto no registran cambios sustantivos-, donde el bajísimo pago por el tallado de la fibra de lechuguilla era la principal fuente de ingresos, mientras que el consumo de agua con alta salinidad se convertía en el recordatorio diario de la categoría de ciudadanos de segunda que les confería su gobierno.
En ese contexto tomaba notas de la entrevista que hacía a un hombre de la tercera edad, cuando noté que el entrevistado dirigía discretas miradas a la pequeña libreta en la que anotaba su testimonio.
Si desde siempre mi letra ha sido un atentado a la estética, imagínese lo que sucedía cuando a esa característica que se manifestó desde mi infancia, etapa en la que era incapaz de trazar correctamente los "gusanitos" de mis lecciones de caligrafía, le agregaba la prisa para no perder las palabras claves del hombre de campo.
Pretendiendo ser simpático, mostré al ejidatario mis apuntes o garabatos y le dije para justificar la forma de estos: "Lo que pasa es que escribo en francés". "Ah, pues con razón no le entendía", respondió el hombre sin el menor sarcasmo, creyendo en mis palabras.
Cursé una carrera universitaria, no por mi talento, sino por el apoyo de mi padre, y sin tener méritos mayores a los de la persona entrevistada jamás tuve que beber agua salada, ni trabajar todo el día deshaciéndome las manos tallando delgadas fibras de lechuguilla.
Acepto así que puedo ser sujeto de la risa de quienes me río, al igual que entiendo que sólo será posible la transformación de un país cuando la educación y el respeto a la dignidad de todas las personas abandonen el refugio de los discursos para adentrarse en el México de los marginados.
Vacío el vaso de la licuadora de mi memoria y fluye de este una conclusión: sin una revolución educativa de verdad que reduzca la brecha social, asegurar que con hechos como la elección judicial México será el país más democrático del planeta, sólo será una nueva expresión de demagogia.
PD "El que se ríe se lleva".