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Los narcocorridos y las buenas conciencias

EUNICE RENDÓN

El 29 de marzo pasado Los Alegres del Barranco dieron un concierto en Guadalajara, en el que se proyectaron imágenes de "El Mencho", a escasos días del hallazgo de restos óseos en el rancho de Teuchitlán, en la misma entidad. Días después, asistentes a la Feria del Caballo de Texcoco se abalanzaron a destruir el escenario e instrumentos de Luis R. Conríquez, quien se negó a cantar narcocorridos por una prohibición gubernamental. A partir de eso, resurgió un debate que se asoma ocasionalmente desde hace mucho tiempo ya: ¿es pertinente prohibir los narcocorridos en eventos públicos? ¿Son estos una apología al delito o influyen en la percepción y en los niveles de violencia en México?

Varios estados y municipios en México han comenzado a prohibir o restringir los narcocorridos en eventos públicos: Baja California (Tijuana), Estado de México (Texcoco, Metepec y Tejupilco), Quintana Roo (Cancún), Guanajuato, Jalisco, Nayarit, Aguascalientes, Chihuahua, Querétaro, Sinaloa y Michoacán, mientras que la CDMX analiza medidas.

Desde hace años la narcocultura ha sido un tema recurrente en la música, la literatura, el teatro y el cine, lo que no extraña, pues el arte y la cultura están influenciados por el contexto social en el que se originan. Así, los narcocorridos se impregnan del sentir de un sector de la sociedad, sus cantantes son cronistas que dan voz a las historias de narcotraficantes y a los anhelos de ciudadanos comunes, representando realidades y dinámicas culturales arraigadas en la vida cotidiana de muchos mexicanos, nombrando a los innombrados y narrando modos de vida que preceden a la expresión artística.

Desde luego, resulta triste y alarmante ver cómo niños y jóvenes -sobre todo en contextos donde el contacto con estructuras criminales es cotidiano- admiran la figura del narcotraficante, al que asocian con valentía, riqueza y poder. En un país donde el narcotráfico ha calado profundamente y la respuesta institucional ha sido, en gran medida, la militarización, quienes viven en condiciones de marginación y desigualdad terminan inevitablemente atrapados en una lógica de "policías y ladrones". Quienes no participan directamente suelen quedar en medio del fuego cruzado. Cuando no hay escapatoria a la violencia, identificarse con quienes ostentan el poder -y que, al mismo tiempo, se perciben como cercanos a los sectores más vulnerables- se convierte en una forma de resistencia simbólica frente al abandono estructural.

Por eso, enfrascarse en una discusión sobre los límites de la libertad de expresión, o sobre la pertinencia de un género popular que resalta las hazañas de los narcotraficantes, es fijar la atención en un lugar secundario del fenómeno, es esquivar el panorama más amplio, que es la penetración del crimen organizado en las estructuras sociales del país. Antes de evaluar si estamos de acuerdo o no con los narcocorridos en eventos públicos, cabría reflexionar sobre las condiciones que favorecieron su surgimiento y aquellas que hacen que subsista. La narcocultura es una expresión simbólica que surge de realidades estructurales profundas, como la desigualdad social y la violencia sistémica; el narco trasciende el fenómeno delictivo para convertirse en un estilo de vida, como tal, necesariamente va a producir cultura.

Es injusto e irresponsable emitir un juicio sin mirar lo que nos rodea. Partamos por reconocer que buena parte de nuestro territorio están bajo el control económico, de facto y muchas veces político del crimen organizado. Si bien los narcocorridos contribuyen a la creación de imaginarios colectivos que glorifican el poder, la riqueza y la violencia, no anteceden al fenómeno de la violencia, lo representan.

La opinión se divide entre quienes defienden la prohibición de los narcocorridos como medida para fortalecer la seguridad pública, y quienes los respaldan en nombre de la libertad de expresión. Sin embargo, este debate pasa por alto un hecho fundamental: los narcocorridos son un reflejo de una realidad social. Es un género periférico que, así como escandaliza a algunos, resuena en la experiencia de otros. Pretender prohibirlos para terminar con la violencia es como taparse los oídos para acabar con el ruido de las balas.

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