En una entrevista con el legendario periodista Bob Woodward, Donald Trump se acercó a una definición del poder. Todavía no amarraba la candidatura por el Partido Republicano y se sentó a conversar con Woodward y el reportero Bob Costa para el Washington Post. El poder verdadero es el miedo, dijo. Siguiendo la pista de su interlocutor había concedido inicialmente que el respeto era necesario para lograr lo que uno se propone, pero corrigió de inmediato: "El verdadero poder, no quisiera usar la palabra, es el miedo." El poder es sometimiento de otros a través del miedo. El miedo, el principio constitutivo de todo despotismo, es el método de la política trumpiana.
Una senadora republicana ha dicho recientemente: "todos tenemos miedo." Lisa Murkowski, de Alaska, advertía que lo que se vivía en Estados Unidos no tiene precedente. No lo decía un migrante sin papeles sino una legisladora republicana. El pertenecer al partido del presidente no es refugio que tranquilice. Cualquier palabra, cualquier silencio, cualquier gesto puede irritar al autócrata y provocar su ira. Siento angustia de usar mi voz porque la venganza de la secta puede ser implacable. Hasta los legisladores republicanos tienen miedo. Los jueces tienen miedo. Los profesores tienen miedo. Los estudiantes tienen miedo. Los migrantes tienen miedo. Los abogados tienen miedo. Los inversionistas tienen miedo. Los periodistas tienen miedo. Los burócratas tienen miedo. Sus enemigos tienen miedo; sus aliados tienen miedo. Y cada uno de ellos tiene buenas razones para tener miedo.
El poder del déspota debe minar minuciosamente los asideros de la confianza. Eso empieza reventando cualquier cuerda de respeto. Para que el imperio del miedo se asiente el déspota debe romper con los hábitos más elementales de la convivencia. El trumpismo lo ha hecho con una constancia innegable. Aunque nos hayamos acostumbrado a ella, su conducta es indignante desde el saludo hasta la despedida. La prensa independiente no solamente es descrita como enemiga del pueblo, recibe cotidianamente el trato más brusco y ofensivo. Cuando un reportero cumple su deber de cuestionar recibe la descalificación más estridente. Los opositores solamente merecen burla. El trumpismo emplea un vasto repertorio de insultos adolescentes y usa todos los látigos a su alcance para someter a quien le plazca.
La indecencia de Trump y los suyos abre el camino del despotismo. No se trata simplemente de un estilo disruptivo. Es parte de su método de intimidación. El aviso es muy claro: la única forma de evitar las invectivas y ataques es a través de la sumisión más indigna. El decoro es actividad de altísimo riesgo. Cuando el poder trata a los otros públicamente como cosas o como bestias no puede haber tranquilidad alguna. Ni siquiera el lacayo más abyecto estará tranquilo porque los humores del déspota son impredecibles. No importa cuánto se haya adulado al autócrata, en cualquier momento el lambiscón puede ser enviado a la categoría de infrahumano.
El impulso radical de un despotismo restaurador como el de Trump anula el precedente como anticipo razonablemente confiable de lo que puede suceder. El marco de la historia se vuelve irrelevante cuando se busca romper a toda prisa con el pasado. Que nunca hubiera sucedido antes no ofrece ya la tranquilidad de que no sucederá hoy por la tarde. Que nadie se haya atrevido a una medida extrema se convierte en un impulso para que el déspota imponga su voluntad de ruptura.
La teoría constitucional del despotismo consiste en afirmar que la ley no es ley si se cuida a la nación. Lo ha dicho en esos mismos términos el presidente Trump: "Quien salva a la patria no viola ley alguna." Las emergencias le entregan al dictador permiso para hacer lo que le venga en gana. El miedo se expande y se impone cuando la ley no sirve de protección para nadie. Cuando se protege a los transgresores como héroes, cuando el poder viola impune y orgullosamente cualquier norma avisa que el derecho es su arma o su escudo. La ley le pertenece al régimen y a nadie más. Los jueces, si resisten, son intimidados y perseguidos por el poder para que se dobleguen al capricho del déspota.
Lo advirtieron los clásicos: no hay república que sobreviva al imperio del miedo.