No la poseyó. Aquella hermosa dama de cuerpo grácil y piel color canela sólo se desnudó ante él de la cintura para arriba. El caballero sevillano nunca supo la razón por la cual esa bellísima mujer ni siquiera le dio a ver la sombra de su femineidad.
Le acarició los senos, firmes a la mirada y suaves y cálidos al tacto. Bebió de su belleza como se bebe del más preciado cáliz. Ni la anhelosa boca ni las vehementes manos de Don Juan conocieron jamás delicia igual.
Ella le dijo:
-Me gusta cómo me acaricias.
Don Juan guarda en su memoria esas palabras como valioso galardón. Las recuerda cuando su alma se ensombrece, y las tinieblas se le vuelven luz. El seductor que a tantas mujeres hizo suyas evoca con dilección mayor a aquélla que se le dio sin dársele.
Extraño hombre éste. Será porque ya envejeció.