Un dicho muy conocido reza: se puede engañar a muchos durante poco tiempo, o a pocos durante mucho tiempo. Pero jamás se podrá engañar a todos todo el tiempo. Esto es particularmente cierto en política. Tarde o temprano la verdad saldrá a flote y será conocida. O más que conocida, aceptada. Porque realmente sorprende el número de personas, amigas y no amigas, que uno identifica como personas lúcidas -o que cuando menos así parecen- e incluso de buena fe, que por alguna razón traen puestas tales anteojeras mentales que les impiden ver lo obvio. Es decir, la realidad tal cual es.
Increíble, pero lo anterior sucede ahora en México. Y antes en Venezuela. Y tiempo atrás ocurrió lo mismo con no pocos cubanos honorables y de buena fe. Uno de estos el gran Martín Díhigo, para muchos el más completo jugador de beisbol de todos los tiempos, quien ya retirado como pelotero activo bien pudo haberse quedado a residir con toda comodidad, recibiendo reconocimientos y honores en nuestro país, pues aquí se le quería mucho, o en los Estados Unidos, donde también gozaba de fama y prestigio.
Pero en 1959 al triunfo de la revolución cubana optó por regresar a su país a colaborar en la construcción de la democracia, porque creyó que Fidel Castro era un verdadero demócrata.
Sin embargo, el Maestro Díhigo, como cariñosamente se le decía en México, pronto se dio cuenta de que Castro era en realidad un hombre cruel, sanguinario y desquiciado, que nada tenía de demócrata. Quiso entonces salir de Cuba y el sátrapa no se lo permitió. Marginado e incluso perseguido, Díhigo murió prematuramente en su patria.
Tengo presente que en 1998, como profesor que era entonces de Derecho Constitucional, a propuesta de COPEI, el partido demócrata cristiano de Venezuela, recibí invitación a participar en un simpósium efectuado en Aragua sobre el proyecto de nueva Constitución de ese país presentado por Hugo Chávez, proyecto del cual junto con la invitación recibí una copia.
De una rápida lectura del documento y de la comparación de su contenido con lo que establecía la Constitución de ese país entonces aún vigente, de inmediato me di cuenta que los cambios propuestos (supresión o minimización de las instituciones de corte democrático, eliminación de frenos y contrapesos en el ejercicio del poder, excesiva centralización de éste, demasiadas e incontroladas facultades al ejecutivo, entre otros) llevaban el claro propósito de instaurar un régimen autoritario, si no es que abiertamente antidemocrático. Y sin rodeos así lo expuse en mi participación.
Me llamó poderosamente la atención -en realidad de hecho me sobresaltó-- que en las charlas de sobremesa y en las pláticas informales en corrillos, a algunos participantes en el simpósium, no sólo de otros países sino también venezolanos e incluso -muy lamentable-- copeyanos, les hubiera parecido un tanto exagerada mi intervención.
Ahora veo que no me equivoqué. Y me cuesta trabajo creer que cientos de miles -quizá millones-de venezolanos, que hoy en día andan dando lástima por todo el mundo y su país sea uno de los más pobres del planeta, se trate del mismo país cuyos habitantes hace tres décadas se veían entonces tan prósperos, sobrados, incluso ricos.
A pesar de las apariencias, claramente en México las cosas no van bien y pueden terminar peor. Debemos evitarlo. Cuando los recursos ya no alcancen para las dádivas, ese innoble método de comprar o de adormecer conciencias y de hacer clientela electoral, la situación se complicará de tal manera que a los hoy beneficiarios del poder, desesperados ante el riesgo de perderlo -que de cualquier forma lo perderán-- nada los detendrá en tomar medidas aún más extremas, que harán que el país colapse. Vendrá entonces el crujir de dientes. Aún estamos a tiempo de evitarlo.