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Salamandra

J. SALVADOR GARCÍA CUÉLLAR

Una palabra que desde hace tiempo me ha fascinado es Salamandra. El hecho de que solamente contenga la vocal A, tal vez sea una de las causas de esta seducción, pero quizá también ha influido el aspecto de este animalito y las leyendas que sobre él han aparecido a través de la historia.

Aristóteles asoció a las salamandras con una supuesta resistencia al fuego, decía que eran capaces de extinguirlo al pasar sobre las llamas, esto sucedía, según el estagirita, porque las salamandras son extremadamente frías.

Plinio el Viejo, en su Historia Natural -una vasta obra que contiene prácticamente todo lo que se sabía en la antigüedad sobre la naturaleza- repitió los conceptos aristotélicos, afirmaba que estos animales ponzoñosos eran demasiado fríos, al extremo de que podían extinguir el fuego si uno de ellos se le acercaba. El mismo Plinio hizo el experimento de arrojar una salamandra a una hoguera, pero el pobre animal terminó muerto por las quemaduras y su cadáver desapareció en medio de la lumbre por efecto de la combustión total; ni los huesitos quedaron. Aun así, Plinio siguió afirmando que las salamandras eran capaces de extinguir el fuego, y creo que lo hizo por no contradecir a Aristóteles, el gran filósofo y naturalista griego a quien nadie se atrevía a objetar. El estagirita también atribuyó a estos monstruitos "virtudes" provenientes de ficciones extrañas y hasta absurdas. Por esa causa la salamandra siguió con su mala fama de pequeño dragón: venenoso, maligno y mágico, tal vez también por su apariencia un poco aterradora, pues sus máculas amarillas contrastan con la base extremadamente oscura de su piel.

Esta especie, a través de su epidermis, secreta una materia viscosa que irrita los ojos y la piel de los depredadores, por eso los hombres la rehuían, pero además engrandecían los males que tal sustancia podía causar. La exageración llegó hasta tal punto, que a lo largo del Mediterráneo los hombres adjudicaron a la salamandra leyendas urbanas y rurales inverosímiles por sí mismas, pero que la gente las aceptaba a ojos vistas y a pie juntillas, si se me permiten estas arcaicas expresiones.

Según uno de estos mitos, todo un ejército de Alejandro Magno, compuesto por cuatro mil hombres y dos mil caballos, murió luego de tomar agua de un río donde se había bañado una salamandra. Ahora sabemos que el veneno de estos magníficos y magnificados animales no es tan ponzoñoso, pero el pueblo bueno y sabio así lo creía sin objetar una sola tilde, tal vez porque tenía necesidad de relatos grandiosos, fastuosos y hasta grandilocuentes para alimentar su ávida imaginación.

En la edad media la mala fama de la salamandra siguió su triunfante derrotero, pues san Isidoro de Sevilla, quien compuso una compilación de todo lo que se sabía en su tiempo, todavía confirmaba que las salamandras resistían el fuego y su veneno era tan fuerte que emponzoñaba un pozo de agua o un árbol entero con todo y sus frutas.

Y sigue la mata dando en el renacimiento, pues Leonardo Da Vinci, el polímata florentino, siguió hablando mal de las salamandras, pues dijo que carecían de sistema digestivo y que se alimentaban de fuego. Paracelso, por su parte, describe a las salamandras como seres de fuego puro, que habitan en el elemento ígneo y no se ven afectadas por él. Además afirmó que las salamandras son seres de gran poder y sabiduría, conocen los secretos del fuego y pueden controlarlo a voluntad.

Los antiguos, los medievales y los renacentistas se fascinaron con las salamandras, sentían admiración por sus colores contrastantes -amarillo brillante de las manchas y negro mate del fondo- por eso les dieron ese fabulosísimo nombre.

Yo no he visto hasta ahora una salamandra, tampoco una mandrágora u otro ente real -y al mismo tiempo fabuloso- de las literaturas antigua y medieval, pero me fascina el nombre. Los griegos le dieron esa denominación, tomada probablemente del sánscrito, y luego pasó al latín de idéntica manera. Así se ha mantenido este sustantivo a través de un tiempo muy dilatado en las lenguas romances y en las germánicas, tal vez por la hipnosis en que estos animales han mantenido a los hombres a través de la historia.

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