Las relaciones entre México y Estados Unidos son tortuosas. A veces de guerra y otras de paz. Desde el siglo XIX, ambos países tienen encuentros y desencuentros. Es una relación compleja y también inevitable. A grosso modo, esas relaciones se resumen en dos medidas: dura y blanda. La dura la conocemos de sobra, porque se impone por la fuerza, es decir, mediante las armas. Ejemplos en la historia sobran. Si bien, Estados Unidos nació bajo una profunda vocación democrática en 1776, al poco tiempo surgieron aspiraciones imperiales e intervencionistas. Las intenciones para despojar de territorio al vecino, se concretaron desde la rebelión texana en 1836, cuando un grupo de estadounidenses tuvieron un primer ensayo exitoso, tras la separación de Texas de Coahuila y México. Los colonos texanos al mando del Stephen Austin colonizaron el norte del enorme estado, pero al tiempo, su propósito fue separarse. El Norte de México estaba escasamente poblado, por lo que fue blanco fácil. Bajo un supuesto baladí por los límites territoriales, Estados Unidos invadió México entre 1846 y 1848. Una escaramuza entre militares mexicanos y gringos en las inmediaciones del río Bravo, dio pie a una brutal invasión para despojar territorio mexicano. Por entonces, la bandera estadounidense ondeó en el Palacio Nacional. Una pintura de época nos recuerda la humillación. Con esa invasión, Estados Unidos quitó la mitad del territorio a México. Ironía de la historia, esos estados arrebatados por la fuerza, hoy están repoblados por mexicanos. Más todavía, la proyección demográfica apunta que los latinos superarán a los blancos en las próximas décadas.
Nuevamente, la intervención terminó en traición y golpe de estado al presidente Francisco I. Madero en 1913, mismo que fue alentado por el infame embajador de los Estados Unidos, Henry Lane Wilson. Aquello se le conoció como el "pacto de la embajada". En 1914, en plena revolución mexicana, pasó el bombardeo y la invasión del puerto de Veracruz por una flota militar estadounidense. La cosa no terminó ahí. Entre 1916 y 1917, se dio la expedición punitiva para buscar a Francisco Villa, por el célebre golpe a Columbus. La operación, como tantas en otros países (Vietnam, Irak, Afganistán) fue un fracaso monumental. No obstante, las relaciones duras se intercambiaron por las blandas, a través de tratados comerciales, estudios en universidades norteamericanas, relaciones diplomáticas, colaboración con las agencias de inteligencia y aranceles. En su momento, los presidentes Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría y José López Portillo colaboraron directamente con la CIA a través de sus asignaciones como "Litempo". ¿No me creen? Los archivos gringos están abiertos y se puede verificar santo y seña en los documentos históricos.
Ahora la Doctrina Monroe resurge con fuerza en las políticas de Donald Trump. "América para los americanos". Reclama el canal de Panamá, habla de anexar por las buenas o por las malas Groenlandia, se burla de su vecino Canadá al sugerir anexarlo como un estado más. La presidenta Claudia Sheinbaum ha enfrentado con temple y dignidad los embates del poderoso vecino. Es loable, en un entorno donde varios mandatarios optaron por subirse al ring. Lo que resulta absolutamente aberrante, son las voces de eso que llaman "oposición" en México, mismas que celebraron abiertamente que Estados Unidos intervenga, incluso militarmente. De ese tamaño, los políticos mexicanos que quisieron aprovechar el conflicto para ganar terreno. Bajo esa lógica, están destinados al cuarto lugar o a desaparecer.
Mientras tanto, el tecnofeudalismo (Musk, Zuckerberg, Bezos…) imponen con Trump a la cabeza, un nuevo orden.
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